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No existe un ser humano capaz de procesar toda la información que debe ser llevada a la atención o a la decisión del presidente de la República; de allí la razón de ser de la compleja estructura de gobierno (secretarías de Estado, unidades administrativas, Oficina de la Presidencia, entre otras) y de allí también la pertinencia de disponer de consejeros experimentados, competentes y profesionales.
Sin embargo, por inexperiencia, soberbia o miopía, un presidente puede ignorar los consejos de sus asesores, dejarse guiar por su intuición o encargar los asuntos más delicados del Estado a aquellos cuya cercanía se funda en su docilidad o servilismo.
En el breve tramo en que López Obrador ha ejercido el gobierno, han sido muchas las decisiones controversiales o, incluso, contrarias al interés nacional. ¿A quién se le ocurrió, por ejemplo, que un país pobre no puede tener un aeropuerto de primer mundo y que debía cancelarse una obra con más del 30% de avance, tirando a la basura decenas de miles de millones de pesos? ¿Quién le sugirió rematar la flota aérea y vehicular de la Presidencia para destinar lo recaudado a los pobres, en vez de dejar, digamos, dos aviones y dos helicópteros indispensables para el traslado del titular del Poder Ejecutivo?
¿Por qué creer que es razonable reducir el presupuesto del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), instrumento crucial para medir el impacto y la eficacia de los programas sociales, para destinar esos recursos al combate a la pobreza?
A partir de esa lógica depredadora que lo ha llevado a liquidar organismos y activos del Estado para distribuir los saldos entre las comunidades más pobres, cabe preguntar ¿qué sigue?, ¿subastar el Museo Nacional de Antropología e Historia porque su belleza resulta ofensiva para un país pobre? Repartir dinero provocará un alivio temporal en las comunidades, pero lo que urge son acciones sensatas y decisiones estratégicas que atraigan inversiones y detonen un auténtico desarrollo. La caridad no es la mejor manera de apoyar a los pobres.
¿Quién le dijo al presidente que los ingenieros militares podrían construir el nuevo aeropuerto internacional en Santa Lucía y hacerlo en las condiciones de tiempo, calidad y recursos que las mayores empresas especializadas del mundo rehusaron porque, argumentaron, eso no es posible?
Ante las cifras que advierten que las cosas van mal (Citibanamex acaba de reducir las expectativas de crecimiento para este año a 0.2%), el presidente siempre tiene otros datos, pero, ¿realmente los tiene?, ¿quién lo engaña con información errónea o, de plano, falsa, con el único propósito de endulzar sus oídos?
El presidente no acepta las cifras que anticipan que del estancamiento económico estamos asomándonos a la recesión, pero él descalifica las metodologías de unos o la autoridad moral de otros (la OCDE o el FMI). Suprimir o intimidar a las voces disidentes dentro y fuera de su gobierno es una decisión errónea y de alto riesgo.
Quienes están cerca del Presidente tienen el deber de ayudarlo a tomar las mejores decisiones, no pueden asumirse como mandaderos; lo mismo deben hacer los dirigentes empresariales, hoy en su mayoría pusilánimes que no se atreven a decirle de frente lo que susurran a sus espaldas.
Se equivoca el Presidente: no es cierto que gobernar no tenga ciencia, por el contrario, conducir un país es endiabladamente complejo y requiere, entre otras cosas, de estar bien informado e integrar un equipo con los mejores hombres capaces de ofrecerle diagnósticos serios, proyectos que miren al futuro, no hacia atrás.
Si no se corrige el rumbo, a México le costará mucho restaurar los daños que le están imponiendo la pobreza franciscana y las ocurrencias convertidas en acción de gobierno.
Presidente de GCI. @alfonsozarate