Más Información
PAN exige renuncia de Rubén Rocha Moya; Claudia Sheinbaum sigue protegiéndolo en “complicidad vergonzante”
No cesaremos ni nos rendiremos en nuestro llamado a la paz y justicia: Iglesia; pide ser persistentes en exigencia
Con reformas laborales, expertos ven estrategia de Morena; van a fortalecer su número de simpatizantes
Alito Moreno se reúne con familiares de prisioneros de Israel en Marruecos; pide su liberación antes de Navidad
No hay un desafío más inquietante y perturbador para la sociedad mexicana que el de la delincuencia. En casi todo el país la gente vive con miedo, mientras la delincuencia se exhibe prepotente porque se sabe impune. Las evidencias de la colusión entre delincuentes y autoridades de todo rango son incontables: policías municipales, estatales y federales, militares y personal de los centros de reclusión, jueces y magistrados, al servicio de los criminales.
Y frente a esa realidad aterradora, lo que deja una primera mirada al Plan Nacional de Paz y Seguridad son claroscuros, aciertos y errores, pragmatismo que coexiste con miopía e ingenuidad.
El Plan acierta al señalar que “Una de las condiciones fundamentales para hacer frente a la inseguridad y la violencia es erradicar la corrupción, con lo cual los índices delictivos se reducirán en forma sustancial”. En efecto, detrás de los inauditos índices de impunidad están las redes de protección de policías, fiscales y jueces. Además, incluye la atención a los delitos de cuello blanco y propone una reforma al sistema penitenciario.
Otro punto relevante consiste en señalar los impactos perniciosos de los desórdenes de orden social y familiar que se extienden por anchas franjas de México, por lo que resulta imperativo transitar del estancamiento de la economía a un crecimiento sólido y vigoroso. También es valioso su énfasis en el respeto a los derechos humanos. Pero queda a deber en lo tocante a las políticas públicas y las líneas de acción que aterricen esos propósitos.
La parte más controversial del Plan reside en el papel central que jugarán los militares en esta estrategia, mucho mayor al que han tenido durante los gobiernos de Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto.
Son muchas las voces que reclaman el regreso de los soldados a sus cuarteles. No comparto esa visión porque creo que, ante la descomposición de las corporaciones policiales, el despliegue militar sigue siendo la última línea de defensa del Estado. Mientras los policías son vistos por la gente con recelo, los soldados tienen el respaldo de la mayoría de la sociedad. Creo que sin ellos seríamos ya, sin matices, un narco-Estado y que se habrían multiplicado las violaciones a los derechos humanos. ¿Imaginan que la lucha contra la delincuencia estuviera en manos de personajes como Arturo Durazo o Francisco Sahagún Baca?, ¿o de los policías estatales o municipales que “levantan” jóvenes y los entregan a los criminales?
“La regulación de los estupefacientes actualmente prohibidos —dice el documento— puede incidir en una reducción de las adicciones, en una significativa disminución de márgenes de utilidad y de base social para el narcotráfico y, por consiguiente, en una perceptible atenuación de la violencia”. ¿De verdad creen que los capos van a resignarse a ganar menos, a licenciar a sus tropas y optar por el camino del bien?
Creo que no habrá una verdadera solución al desbordamiento delincuencial a menos que se adopte un enfoque integral y se dé una respuesta sistémica y coordinada en la que ningún poder se margine. Todos los estamentos institucionales tienen que sumarse a la lucha contra la delincuencia, empezando desde abajo, con el fortalecimiento de las policías municipales y estatales, pero siguiendo con la regeneración de las procuradurías, del sistema judicial y el régimen carcelario. Lamentablemente, este acercamiento está ausente en el Plan del nuevo gobierno.
La Federación tiene instrumentos para persuadir a los gobiernos estatales y municipales de atender, con sentido de urgencia, los déficit institucionales que exhiben sus corporaciones con policías que ganan un promedio de 4 mil 500 pesos mensuales, sin entrenamiento, con armas viejas y sin protección social para ellos y sus familias; por no hablar de los corroídos sistemas de justicia en la mayoría de las entidades federativas. Se extraña, también, una visión de mediano y largo plazos que lleve a reemplazar a los soldados por policías civiles profesionales.
Más que en ninguna otra, en esta materia la nueva administración no tiene derecho a equivocarse, a ir construyendo a traspiés, con el método de prueba y error. No, no puede fallar.
Presidente de GCI. @alfonsozarate