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La renuncia del doctor Carlos Urzúa a la titularidad de la Secretaría de Hacienda, irrumpe en momentos en que distintas señales configuran un escenario de riesgos para el país y cuando las grandes calificadoras y los inversionistas observan con preocupación el estilo personal de gobernar del presidente, que se ha traducido en decisiones que sacuden el escenario económico, como la cancelación del nuevo aeropuerto de Texcoco.
Hombre honesto e inteligente, Urzúa no recurre a artilugios para explicar su renuncia, sino que lo dice con todas sus letras: discrepancias en materia económica, decisiones de política pública sin el suficiente sustento y sin cuidar los diversos efectos que puedan tener...
Quien fuera por siete meses titular de Hacienda, no estuvo dispuesto a convalidar decisiones que, piensa, más temprano que tarde tendrán duros impactos sobre la economía y sobre la gobernabilidad; no dice cuáles, pero es posible imaginar que incluyen las consecuencias de la “austeridad republicana” y los inmensos recursos que exige el financiamiento de los programas sociales y los grandes proyectos de infraestructura. Es evidente que para cumplir esos propósitos no alcanzan ni el combate a la corrupción, ni la supresión de organismos, ni los toscos e inmisericordes recortes presupuestales. Pero ante las razones expuestas, las intuiciones del presidente se impusieron a la racionalidad técnica.
En el texto de su renuncia, Urzúa también se queja de “la imposición de funcionarios que no tienen conocimiento de la Hacienda Pública” y que responden a “personajes influyentes del actual gobierno con un patente conflicto de interés” y traza el retrato hablado de Alfonso Romo.
En una reacción muy oportuna —cuando el peso había perdido ya cuarenta centavos—, López Obrador explicó que le había aceptado su renuncia: “Él no está conforme con las decisiones que estamos tomando y nosotros tenemos el compromiso de cambiar la política económica que se ha venido imponiendo desde hace 36 años...” El presidente admite que hay incomprensión, dudas y titubeos dentro de su propio equipo.
Por fortuna, la operación para el control de daños fue rápida: unos cuantos minutos más tarde anunció el reemplazo de Urzúa por el subsecretario Arturo Herrera. El maestro Herrera —dijo López Obrador— es un funcionario con sensibilidad social que está comprometido con una economía al servicio del pueblo y de manera preferencial con la gente humilde.
Las primeras palabras de Herrera empatan con las del presidente, habla de una Secretaría de Hacienda que trabajará en el área de la desigualdad y que estará enfocada en eso (¿y para cuándo el crecimiento, la atracción de capitales, la generación de empleo…?). Para repartir la riqueza, primero hay que generarla.
Lo que hace evidente la renuncia es el desbarajuste en el equipo presidencial, lo que resulta de alto riesgo porque hoy, más que en el pasado, la conducción de las finanzas públicas reclama un manejo prudente, lúcido; es muy delicado jugar con fuego.
No es solo la renuncia de Urzúa lo que perturba, son sobre todo las razones que expone y la reacción presidencial que opta por desacreditarlo y advertir que la Secretaría de Hacienda tendrá como punto focal atender la desigualdad. La política hacendaria al servicio de la justicia social y lo que va implícito: su exigencia al funcionariado: la incondicionalidad.
Cuando alguien tan cercano al presidente, con quien había construido una relación de amistad y respeto profesional, se deslinda con un texto frío y distante que no omite las razones de su despedida, es que observa con pesadumbre la transmutación de quien fuera su amigo y jefe en un personaje desconocido. Es cierto, como decía Zapata, la Silla del Águila está embrujada. El político que condujo con altas dosis de pragmatismo el Distrito Federal, se ha convertido en un hombre que sigue imperturbable en pos de su misión.
Presidente de GCI. @alfonsozarate