Más Información
“Hay que expropiar a Salinas Pliego” por deudas al SAT, señala Paco Ignacio Taibo II; pide a Sheinbaum ser autocrítica
Tribunal niega libertad provisional a Murillo Karam; magistrados alertan riesgo de que el ex titular de la PGR evada la justicia
Recubierto por algunos pases de magia, aderezado por confidencias o invenciones, uno de los secretos mejor guardados de la política mexicana ha sido el proceso que por décadas llevó al Gran Elector, el presidente de la República, a escoger a su sucesor. Luis Spota se acercó a ese momento climático en una novela imprescindible, Palabras Mayores.
El acto de dar vida a un presidente constituye la expresión más intensa de poder reservada a unos cuantos. En el extremo, Plutarco Elías Calles pudo ejercerla cuatro veces: convirtió en presidentes a Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio, Abelardo L. Rodríguez y Lázaro Cárdenas.
Pero en la tozudez de aferrarse al poder, como lo hicieron Benito Juárez y Porfirio Díaz, el caso extremo fue Antonio López de Santa Anna quien, además, instituyó una forma de “tapadismo”: el sobre lacrado. En un apartado sobre la dictadura de Santa Anna, Josefina Zoraida Vázquez relata un decreto que estableció que el presidente continuaría con sus facultades omnímodas por todo el tiempo que juzgara necesario y que en caso de fallecer o de imposibilidad física o moral, escogería a su sucesor, asentando su nombre en un pliego cerrado y sellado que se depositaría en el Ministerio de Relaciones.
Con la expulsión de Calles en 1936, Lázaro Cárdenas recuperó la anomalía histórica que le otorgaba al presidente la atribución de decidir su relevo. Así ocurrió hasta Carlos Salinas de Gortari. Pero a partir de Ernesto Zedillo, el presidente dejó de ser el Gran Elector, para devenir solamente el Gran Selector —del candidato de su partido—.
Los personajes cercanos a los círculos del poder, y más aún los que quieren llegar a la Presidencia, aceptan esas reglas. La carrera política es, entonces, un juego de acomodamientos que presupone muchas cosas, entre ellas, facultades adivinatorias para escudriñar, en la psicología del de arriba, las maneras de permanecer y escalar.
Algunos aspirantes, como Adolfo López Mateos, decidieron confiar en que su cercanía política o afectiva al Gran Elector los convertiría en los elegidos. Otros, como Miguel de la Madrid, llegaron a contratar psicólogos para explorar en la mente del presidente, así embelesó a Rosa Luz, la amante, y a José Ramón, el orgullo de su nepotismo, consejeros áulicos que inclinaron la balanza a su favor.
Durante su quinto informe de gobierno, Luis Echeverría ofreció un retrato hablado de su sucesor, además instruyó a su secretario de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa Wade, para que señalara a los seis aspirantes porque, ironizó, ninguno estaba “tapado”: Mario Moya Palencia, Hugo Cervantes del Río, Porfirio Muñoz Ledo, José López Portillo, Augusto Gómez Villanueva y Carlos Gálvez Betancourt.
En Mis Tiempos, José López Portillo reveló cómo, a través de “leves, muy leves brisas”, fue conducido por Echeverría en el proceso de iniciación, hasta que el 17 de septiembre de 1975, tras un acuerdo sobre la Cuenta Pública, el presidente lo invitó a sentarse en uno de los sillones del despacho presidencial y le soltó algo como esto: “señor licenciado López Portillo, el Partido me ha encomendado preguntarle si aceptaría usted la responsabilidad de todo esto”, al tiempo que envolvía con un movimiento de sus brazos el despacho presidencial. López Portillo le respondió: “Sí, acepto” y Echeverría lo instruyó: “Entonces prepárese usted, pero no se lo diga a nadie, ni a su esposa ni a sus hijos. Ya lo llamaremos cuando el partido concluya la organización y los sectores se pronuncien públicamente”.
Una vez pronunciado el nombre del elegido, lo que sigue en la liturgia es la Cargada. La clase política priísta, sus aliados y sus aplaudidores en los medios, descubren en el favorecido las más altas cualidades cívicas y hasta personales.
Para esta elección presidencial, el PRI ya decidió el método que burdamente pretende ocultar el dedazo: la convención de delegados. En su clásico El Partido de la Revolución Institucionalizada, Luis Javier Garrido describió cómo el 6 de marzo de 1929 los delegados llamados a constituir al Partido Nacional Revolucionario (PNR), que elegirían como su primer candidato presidencial al licenciado Aarón Sáenz, recibieron una contraorden, el “bueno” sería un oscuro político, Pascual Ortiz Rubio; acataron la línea y lo convirtieron en el primer candidato presidencial del Partido. ¿Origen es destino?
Presidente de Grupo Consultor
Interdisciplinario. @alfonsozarate