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Cuenta la historia que, tras una experiencia mística, Francisco de Asís decidió abandonar la riqueza familiar para vivir en la pobreza; se despojó de sus lujosas vestiduras y renunció a cualquier bien material; las imágenes del santo lo muestran vestido con harapos ajustados a su cuerpo con un tosco cordel, sus pies calzaban unas chanclas humildes. La orden religiosa que fundó, los franciscanos, predica el amor a la pobreza y la caridad. San Francisco veía con azoro la ostentación y el boato que prevalecía en la nobleza y que ofendía la penuria de los más.
¿A esto apunta Alfonso Romo Garza, jefe de la Oficina de la Presidencia, cuando hace unos días replicó y pidió tomar en serio el anuncio del presidente López Obrador de que su gobierno transitaría de la austeridad republicana a la pobreza franciscana? ¿A mudar las condiciones dignas de la gran mayoría de los servidores públicos por las privaciones de los pobres?
En sus primeros días este gobierno ha impuesto una austeridad draconiana, pero no le alcanza. Todos estos recortes al gasto público, sin un ejercicio de reflexión previo y sin evaluar sus posibles impactos, parecen explicarse por el imperativo de fondear programas sociales que replican la caridad franciscana. Miles de millones de pesos que aportan los contribuyentes se irán, sin intermediarios, hasta esos 23 millones de beneficiarios.
¿De verdad pasaremos de un gobierno parco y frugal a una administración franciscana?
Desde el arranque de esta administración, y aun en el periodo de transición, hemos conocido los extremos y costos de imponer un ejercicio de gobierno adusto, pero de escasa racionalidad administrativa, como la cancelación del nuevo aeropuerto en Texcoco o el fiasco del pabellón mexicano en la Feria de Turismo en Berlín, la más importante del mundo. La austeridad ayuna de talento, acompañada por el arribo al poder de improvisados, por muy honestos que sean, le costará mucho al país. Por lo pronto, ya se anuncian nuevos recortes en las dependencias públicas: otros miles de trabajadores se irán a la calle y se cancelarán más programas, porque ni el combate a la corrupción ni la austeridad alcanzan para cumplir con lo que prescribe la caridad franciscana.
Nadie puede defender a un gobierno como el de Enrique Peña Nieto —un sistema de extorsión organizada—, pero pretender erigir en su lugar un gobierno de inspiración mística resulta de alto riesgo. Son reprobables los privilegios de los que gozó la alta burocracia mexicana durante décadas. Todo eso tenía que limitarse o acabarse. Sin embargo, celebrar la pobreza franciscana como aspiración de un Estado moderno generará enormes distorsiones. Ojalá solo sea un exceso retórico.
Lo dice bien Cosme Ornelas: “Una sociedad compleja, diversa y plural, por más desigual que sea, no puede administrarse con la lógica cuartelaria de un país en guerra, desplegando nociones constreñidas de ‘austeridad’ conventual y amenazando con transitar de la miseria político-administrativa en curso (los cuatro primeros meses de gobierno) a la ‘pobreza franciscana’ que imaginan los devotos de la Cuarta Trans como el Paraíso de los Justos”.
“El monstruo administrativo y su adiposa ostentación reclamaban adelgazamiento y poda radical […] Pero aplicar el machete en lugar del bisturí —acaso porque el propósito es desbrozar, no hacer intervenciones cosméticas— pervierte la moderación, valor republicano, en cirugía mayor que no imaginaron siquiera los ideólogos del neoliberalismo extremo: desmontaje, devastación, vaciamiento de la estructura del Estado…”
A principios del siglo XX, el presidente de Uruguay, José Batlle y Ordóñez, sintetizaba así su propuesta política: “Que los ricos sean menos ricos y los pobres menos pobres” y, en efecto, sus políticas contribuyeron a hacer de Uruguay “la Suiza de América”. Pero Batlle pretendía un país de clases medias, no uno de pobres; uno en el que no hubiera miserables y los pobres, pocos, vivieran con dignidad, al tiempo que una ancha y pujante clase media fuera el motor del bienestar del país. De eso se trata: que los ricos sean menos ricos y los pobres, menos pobres.
Ante los riesgos que porta la desaceleración de la economía es imperativo reorientar el destino de los escasos recursos públicos para incentivar la inversión productiva, la que genera empleos justamente remunerados y prosperidad, pero esto exige remover los obstáculos que la inhiben: la inseguridad, el precario Estado de Derecho, la sobrerregulación, la precaria infraestructura… Nada de eso tiene que ver, ciertamente, con la caridad franciscana, pero sí con la construcción de un país en el que la mayoría de los mexicanos vivamos mejor.
Presidente de GCI. @alfonsozarate