En un tiempo de simulaciones, en el que se ponen de moda las “cartillas morales” y las “empresas socialmente responsables”, vale la pena acercarse a una realidad que, en nuestro país, cuestiona la lógica mojigata e hipócrita de muchos dueños de grandes corporaciones. Esos que, para incrementar sus utilidades, aprovechan artificios legales y aprietan hasta el límite a la parte más débil del sector productivo.

La receta es muy simple: convertir el sueldo de los trabajadores en ingrediente esencial para mantener bajos costos; es decir, imponer salarios de miedo para potenciar sus utilidades. De esta manera sus ganancias se fincan en la evasión o la defraudación fiscal; los arreglos en lo oscurito con funcionarios de gobierno que les permiten obtener, vía asignaciones directas, contratos multimillonarios y cobrar cuantiosos sobreprecios; y, desde luego, en la miserable retribución a sus empleados (excepto quienes ocupan puestos directivos).

Recuerdo una experiencia lejana, de principios de la década de los setenta. Volkswagen de México era la empresa líder de la industria automotriz; producía uno de cada tres vehículos que se fabricaban en el país, pero tenía un contrato colectivo muy lesivo para los trabajadores (lo administraba un sindicato cetemista) y los salarios eran casi los últimos del sector. Pero, de pronto, irrumpió un grupo disidente que desplazó al sindicato oficial encabezado por el legendario Blas Chumacero. A partir de ese momento, mediante la presión que generó el emplazamiento a huelga, comenzaron a incrementarse salarios y prestaciones a los trabajadores.

Una voracidad sin límite —“no tienen llenadera”, dicen sus críticos— lleva a este tipo de empresarios a obtener ganancias a cualquier costo social y humano. Incluso, en entidades del Bajío, empresas que muestran vigorosas tasas de crecimiento equiparables a las asiáticas, mantienen al grueso de su personal con salarios de miedo.

Por supuesto, sería injusto e irresponsable negar que hay empresas y sectores de la industria mexicana que apuestan por el bienestar de sus empleados. No obstante, la lógica dominante es la contraria: pobreza salarial, empleo precario. Situación que explica, en buena medida, la fragilidad de nuestro mercado interno como eventual motor del crecimiento.

Pero este afán de lucro no es corrupción: se llama espíritu empresarial. En los últimos años, los mayores contratos y concesiones han beneficiado al pequeño grupo de cercanos al poder que visten con elegancia, exhiben relojes de gran lujo y roban a sus trabajadores y al fisco, pero no llevan antifaces.

Los hombres de negocios, es obvio, no son hermanitas de la caridad. Su razón de ser es generar utilidades; y si perdieran, cerrarían sus fuentes de trabajo. El asunto no es, en consecuencia, la ganancia legítima sino la desmesura y su contrapartida: una fuerza laboral en condiciones de vulnerabilidad extrema.

No se trata, de ninguna manera, de censurar la riqueza producto del esfuerzo, el talento, la disciplina y la creatividad. Hay muchos empresarios honestos que se la juegan a diario y enfrentan un sistema normativo perverso: leyes y reglamentos que parecen diseñados para favorecer la extorsión de inspectores y funcionarios; sindicatos mafiosos que venden “protección” y “seguridad”… Sin embargo, hacerse inmensamente ricos a través de sobornos o moches, exprimiendo a sus proveedores o manteniendo en la penuria a sus trabajadores, es inmoral. Esos patrones, aunque se den golpes de pecho, más que empresarios son mercaderes; y aunque acudan a misa los domingos, se confiesen, comulguen, bauticen a sus hijos y den generosas limosnas a la Iglesia, son fariseos.

Posdata. Las investigaciones de Mexicanos Unidos Contra la Corrupción y la Impunidad y Animal Político, han revelado las triangulaciones que desde distintas dependencias federales se han hecho para desviar recursos hacia empresas fantasmas. Son miles de millones de pesos los que pueden estar en las bolsas de un puñado de funcionarios y en un “cochinito” para usarse, como ocurrió el año pasado en el Estado de México, en la compra de votos. La tentación de orquestar un monumental “fraude patriótico”, como el de Chihuahua en 1986, está presente. Pero ensuciar más una elección signada por la violencia, no solo sería un una estupidez y una vileza, equivaldría a echarle gasolina al fuego.

Presidente de Grupo Consultor
Interdisciplinario. @alfonsozarate

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