¿Por qué postular que el solo paso de una página, en la dilatada enciclopedia que es la historia patria, basta para imponer un quiebre repentino, drástico y prodigioso a la nación?
Creer que el ejemplo de austeridad y honestidad del titular del Poder Ejecutivo va a permear a todos los escalones de una administración pública cuya corrupción es legendaria, resulta, por lo menos, ingenuo. Juzgar a los demás desde una pretendida superioridad moral y reclamar para sí el derecho de separar honestos de tramposos, es muy poco republicano.
En una contradicción palmaria, el presidente López Obrador ofrece acabar con la corrupción y, al mismo tiempo, dice que no hay condiciones para sancionar a quienes han cometido delitos que han lastimado a la sociedad. ¿Cómo puede reconocerse, por una parte, el saqueo de los recursos del país para, a continuación, extenderles la absolución y pronunciarse por un “punto final”?
Procurar justicia no es desplegar una “cacería de brujas”; por el contrario, enjuiciar a los corruptos haría evidente que no fueron “chivos expiatorios” sino eslabones de una cadena de corrupción que no siempre llega hasta mero arriba. Ofrecer “borrón y cuenta nueva” a quienes han despojado los bienes de la Nación es una ofensa a la sociedad.
Ya sabemos que a partir del primero de diciembre de 2012 “los muertos de Calderón” fueron los de Enrique Peña Nieto y que, en esa misma lógica, desde el primero de diciembre de 2018 “los muertos de Peña” son los de López Obrador. Esta estadística macabra de los homicidios dolosos amerita una lectura cuidadosa porque, sobre todo en los primeros meses de una nueva administración, las cifras (buenas o malas) traen una inercia que no se modifica de un día para otro. Por eso, la declinación en los índices de homicidios en los primeros meses del gobierno de Peña era fruto de las estrategias del gobierno anterior que empezaban a dar resultados. Pero este dato fue omitido por los recién llegados porque les permitía asumir como logros propios lo que no les correspondía. Sin embargo, pocos meses después, se agotó la inercia y los delitos de alto impacto se dispararon. Ya eran, sin asomo de dudas, “los muertos de Peña Nieto”.
A López Obrador le incomoda la contabilidad de los homicidios en el primer mes de su gobierno. Alguien pudo haberle explicado que el incremento es producto de la inercia, por lo que estaría en condiciones de responder a sus críticos con socarronería o elegancia: “No podemos cambiar la tendencia de un día para otro, dénos tiempo para que la nueva estrategia empiece a rendir frutos”… o algo por el estilo. En vez de eso se enreda y busca datos que le confirmen lo imposible: que mágicamente, nomás porque iniciamos una nueva página en la historia, la corrupción y los homicidios van a la baja.
Pero la realidad es muy necia. En este nuevo tiempo, los inspectores de vía pública siguen extorsionando a los comerciantes informales; los agentes de tránsito continúan “mordiendo” y los jefes de compras de las dependencias públicas siguen pidiendo sus “moches”. Y no es todo. Los sicarios siguen asesinando a quienes les ordenen sus patrones o, simplemente, porque se les da la gana, como lo hemos constatado con la escalada en las ejecuciones de estos días: decenas de asesinados en Guanajuato, Baja California y Quintana Roo, o los homicidios del acalde y el síndico de Tlaxiaco, Oaxaca.
Bienvenido todo esfuerzo por construir un país que deje atrás a una clase gobernante voraz e inepta y procure la fraternidad y el bienestar. No obstante, hacerlo realidad no puede depender de las virtudes franciscanas del jefe de Estado y menos cuando muchos de sus “apóstoles” son, como bien se sabe, diestros simuladores. Se requiere, además de buena voluntad, un gobierno que sea buen administrador, con capacidad para diagnosticar, planear, programar y ejecutar. Es decir, todo aquello que brilla por su ausencia en la actual crisis de suministro de gasolina en varias entidades federativas.
Los mexicanos queremos un gobierno austero y honesto, comprometido con la justicia, pero también responsable y eficaz. La manera en que se están emprendiendo o cancelando proyectos y el modo en que se está “ahorrando” en algunas dependencias, despidiendo arbitrariamente a cientos de personas, es inaceptable.
Si el líder es infalible, si las visiones críticas o disonantes son descalificadas, si en este país constitucionalmente laico se está cocinando una Constitución moral y los antiguos pecadores podrán acudir sin culpas a los templos, ¿qué sigue?
Presidente de GCI. @alfonsozarate