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Acompaña al ser humano en todos los tiempos y en todas las culturas, el rechazo a la muerte, a dejar de ser. Por eso cada cultura ha creado su propia mitología en torno a la permanente tensión entre la vida y la muerte. Según una leyenda malayopolinesia: “Dios dio a elegir al primer hombre y a la primera mujer entre dos tipos de muerte. Podían morir como la luna, que renace una y otra vez; o podían morir como el árbol, que engendra semillas y, aunque muere, vive a través de su descendencia. Fue una decisión difícil, pero eligieron tener hijos, incluso a costa de su propia muerte” (Judith A. Savage, Duelo por las vidas no vividas).
Hay distintas maneras de trascender, el arte es una de las más bellas. Sin embargo, es la religión la que entrega la conclusión más categórica: el “más allá” como un espacio en el que se podrá existir mañana y siempre, y donde podrá reencontrarse con aquellos a los que amó.
Los hombres que concentran un gran poder —en los negocios, en la milicia, en la política— suelen resistirse a la idea de perderlo, se aferran a él porque de alguna manera dejar de ser es una manera de morir.
En nuestro país, el presidente, Gran Dador de bienes y males, es depositario de un poder casi absoluto: durante el tiempo de su ejercicio vive una experiencia de una intensidad que lo embriaga, lo desborda y que, en ocasiones, lo conduce a perseguir un proyecto trascendente, a arrostrar peligros enormes sin tener conciencia de ello o sin que le importen, porque se halla alienado en la exaltación de su vitalidad.
Esa angustia existencial se expresaba en el México antiguo a través de la voz del poeta náhuatl, según lo escucharon de los ancianos y lo plasmaron en los códices los discípulos de Fray Bernardino de Sahagún (Miguel León Portilla, Poesía náhuatl):
Sin terminar dejamos las cosas.
Por esto lloro, me aflijo.
Es, precisamente, la conciencia del hombre respecto a la “frágil y temblorosa realidad de su mundo”, dice Guillermo Francovich, la que lo lleva a plantearse tareas que trasciendan. “El hombre quiere que lo que hace tenga una significación superior, y constituya algo que se halle totalmente por encima de lo circunstancial y de lo arbitrario.” (Todo ángel es terrible, México, UNAM).
Para quien ha vivido la intensidad del poder que acompaña a un presidente en México, el reconocimiento de su carácter efímero (solo dura seis años) puede implicar una experiencia tan angustiosa y frustrante como el anuncio de su propia muerte.
¿Cómo enfrenta su determinación de no morir cuando todavía no ha terminado su misión, porque simplemente su misión no es terminable? Él no puede morir. Antonio López de Santa Anna, Benito Juárez y Porfirio Díaz encontraron su manera de permanecer: se aferraron al poder. Años después Álvaro Obregón lo había intentado con éxito (sus seguidores en el Congreso reformaron la Constitución para establecer, primero, la ampliación del periodo de cuatro a seis años y, después, para permitir la reelección) pero se le atravesaron las balas de José de León Toral.
La prohibición constitucional a la prolongación del mandato —el principio maderista de No reelección—, de tiempo en tiempo vuelve a debatirse. La negación a morir se expresa en la búsqueda de alternativas: se exploran reacciones en la sociedad y en la clase política, se sondean posibilidades y resistencias... El intento de prolongar el mandato, exitoso o no, expresa esa búsqueda.
Hace 25 años se publicó mi obra Los usos del poder, en cuyo capítulo XVI me acerqué a la sucesión presidencial desde el instrumental de la tanatología; este artículo recupera lo esencial de aquel texto.
Presidente de GCI. @alfonsozarate