En enero de aquel año axial, nada parecía anticipar lo que en unos cuantos meses, como desenlace de una gresca escolar, irrumpiría con una fuerza inusitada: un movimiento estudiantil que marcaría un antes y un después en la historia reciente de México.

Eran los años de la minifalda, del rock and roll y de las pastillas anticonceptivas que trastocaron el comportamiento sexual de esa generación. Pero en México eran los días del PRI como partido prácticamente único y de un sistema político que ubicaba en el vértice a un solo individuo, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, un autócrata para quien eran inadmisibles la protesta o, incluso, el disentimiento.

En esos días no sólo se respetaba al presidente de la República, se le veneraba. El Zócalo estaba reservado para glorificarlo; en las enormes mantas desplegadas cada 1º de septiembre sobre las fachadas de los edificios que circundan la plaza sólo cabían dos frases: “Gracias Señor Presidente” y la rúbrica de la CTM de Fidel Velázquez.

Emilio Azcárraga Milmo precisaba que Televisa era una empresa priísta y se definía a sí misma como “un soldado del presidente”. Jacobo Zabludovsky y Pedro Ferriz Santacruz eran los amanuenses del poder que transmitían a los millones de televidentes la visión edulcorada del México de entonces y, cuando era necesario, lanzaban sus anatemas contra quienes pretendieran romper la perfecta sincronía de los coros que ensalzaban al titular del Supremo Poder Ejecutivo.

Resulta paradójico que en pleno “milagro mexicano”, con una economía en crecimiento vigoroso (casi el 7 por ciento), una educación pública que favorecía el ascenso social, se hubiera dado la explosión juvenil. Pero, para finales de la década de los sesenta, ya se había agotado la legitimidad originaria del poder público: la Revolución quedaba muy lejos y su promesa de justicia social permanecía incumplida; expulsados del campo, miles y miles de campesinos, de los más pobres, llegaban a las ciudades y levantaban sus casuchas sobre pisos de tierra.

Diez años atrás, en 1957 y 1958, el movimiento magisterial de Othón Salazar, y el ferrocarrilero encabezado por Demetrio Vallejo, habían sufrido la represión y el encarcelamiento de sus principales dirigentes.

Cuando emerge el movimiento estudiantil, el régimen diazordacista ya había caminado un trecho en el que había mostrado, sin ropajes, su naturaleza: en su respuesta al movimiento médico y en la incursión de la tropa en la Universidad Nicolaita, y en la de Sonora.

En sus marchas, sus carteles y sus pintas, aquellos jóvenes hablaban del país que querían y hablaban, igualmente, del país que repudiaban: el de los abusos del poder, los sindicatos sometidos, los campesinos explotados, la dependencia creciente al exterior y el autoritarismo.

En ese México de unanimidades forzadas, de un Congreso de la Unión envilecido y de una prensa vendida, sobresale la figura digna, valiente, del rector Javier Barros Sierra. Al presentar su renuncia ante la Junta de Gobierno de la UNAM, denunció la violación de la autonomía universitaria y la campaña de calumnias, injurias y difamación de la que estaba siendo objeto. “Es bien cierto que hasta hoy proceden de gentes menores, sin autoridad moral; pero en México todos sabemos a qué dictados obedecen”, reveló.

No fue sino hasta el 4 de diciembre de 1968, cuando el Consejo Nacional de Huelga difundió el Manifiesto de la Nación 2 de Octubre, en el que ofrecía su diagnóstico de la sociedad, con su falta de libertades políticas para la mayoría de los mexicanos, con la concentración en pocas manos de la riqueza, con los vastos desequilibrios regionales.

En ese documento los estudiantes precisaban a su adversario: el carácter antidemocrático de las estructuras políticas y definían sus triunfos: “el abrir en el país una etapa de discusión, de crítica y de reflexión políticas; el demostrar que en México es posible movilizar a grandes sectores del pueblo; el haber acercado a través de las brigadas políticas a los estudiantes con el pueblo”, y definen su objetivo: la democracia.

“Con sus fallas, carencias, contradicciones, limitaciones ideológicas y actitudes irresolubles —escribió Carlos Monsiváis—, el Movimiento Estudiantil de 1968 es una hazaña del México contemporáneo, recapitulación y punto de partida de las grandes luchas de las mayorías, y de los derechos, conjuntos y separados, de mayorías y minorías”.

Presidente de Grupo Consultor
Interdisciplinario. @alfonsozarate

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