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En su célebre novela Historia de dos ciudades, el escritor Charles Dickens reflexionaba: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura… la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.
Los tiempos modernos pueden ser engañosos. En la actualidad, el desarrollo científico nos permite tener bienes y servicios que las sociedades no poseían en ninguna época anterior. No obstante estos avances, existen condiciones y derechos que solo una porción minoritaria de la humanidad tiene garantizados. Una de estas preciadas condiciones, con el que no todos los países cuentan, es un Estado de Derecho. Algunos estudios señalan que 57% de la población mundial vive en lugares donde el imperio de ley no es lo habitual. Lo anterior se entiende debido a que un pleno Estado de Derecho no puede existir donde hay guerra, violencia interna, corrupción de las autoridades o arbitrariedad en el ejercicio del poder.
En pleno siglo XXI existen países sin ley, donde es la fuerza y no el Derecho lo que estructura la convivencia social. Por desgracia, en nuestra región existen casos recientes donde se vulneran derechos, se coartan libertades y se prescinden de contrapesos institucionales que todo Estado de Derecho necesita.
En las sociedades contemporáneas, los jueces son actores centrales no solo para salvaguardar la existencia de un Estado de Derecho, sino para promover sus virtudes y defender sus garantías. Leonard M. Gordon, juez de la Corte de Comercio Internacional de EU, considera que la promoción de un Estado de Derecho requiere una serie de principios básicos, sin los cuales ninguna sociedad puede convivir en civilidad. Uno de ellos es el imperio de ley, es decir, la preeminencia de la ley como expresión de la voluntad popular. Derivado de ello, la existencia de un Estado de Derecho implica la protección efectiva de los derechos humanos, la legalidad de los actos de gobierno y un sistema real de división de Poderes con mutuos contrapesos.
Pero además, existe una característica fundamental para erigir con éxito un Estado de Derecho: la creencia cultural en el imperio de la ley. De nada sirven constituciones y leyes bien planeadas si la ciudadanía de un país no respeta sus disposiciones, no cree en sus tribunales y no confía en las ventajas de vivir en civilidad. No obstante, la cultura de respeto a la ley requiere un proceso complejo donde los juzgadores poseen un rol decisivo. Solo con sentencias apegadas a Derecho y dotadas de consistencia jurídica los jueces pueden promover la certidumbre, la estabilidad social y la legitimidad de las instituciones.
El imperio de ley juega un papel instrumental y simbólico en la sociedad. En el plano instrumental, las sentencias apegadas a Derecho permiten solucionar los conflictos sociales de manera pacífica, justa y legítima. Y en el plano simbólico, las decisiones judiciales ayudan invariablemente a que la sociedad confíe en su sistema de justicia y en sus instituciones.
¿Cuántos mexicanos conocen su sistema judicial y confían en los jueces? El reto para la Judicatura en nuestro país es el más grande de la historia. Si no se resuelven rápido y eficazmente los millones de conflictos que diariamente se tramitan en los tribunales, pero más importante, si los jueces no logran explicar a quienes les piden justicia que es ahí, en los tribunales, donde deben resolver sus diferencias, se pone en peligro el Estado de Derecho. En tal escenario, existe el riesgo de observar, cada vez más, cómo las comunidades hacen justicia por su propia mano en actos inimaginables como el que aconteció en Santa Ana Ahuehuepan, Hidalgo, donde quemaron vivos a dos sospechosos de haber intentado robar a un menor de 11 años. De allí la vital importancia del rol de los jueces en México.
Consejero de la Judicatura Federal