Según datos del Instituto Cervantes, actualmente existen más de 570 millones de hispanohablantes en el mundo, es decir, aproximadamente 7.7 por ciento de la población global. Para poner estos números en perspectiva, al menos 21 naciones de tres continentes son consideradas de habla hispana y el español es la segunda lengua más hablada del mundo sólo después del mandarín.

México ocupa el primer lugar en hablantes de este idioma a nivel global, con casi 130 millones de personas. En segundo lugar se encuentran los Estados Unidos, con más de 57 millones de hispanos; en tercer lugar está Colombia, con 49 millones, y le sigue España, con 46 millones.

El hecho de que Estados Unidos sea el segundo país con más hispanohablantes, y el primero entre las naciones consideradas no hispanas, hace que el lenguaje se convierta en un tema imprescindible en las discusiones de la agenda pública, puesto que tiene un impacto insoslayable en todos los ámbitos de la vida económica, política y social, aunado a que el número de hablantes crece anualmente, no solo como resultado del fenómeno migratorio, sino también debido a la tasa de natalidad de la comunidad hispana.

De hecho, según diversos análisis de prospectiva realizados por la Oficina del Censo de los Estados Unidos, se calcula que para 2060 habrá alrededor de 119 millones de hispanos en la Unión Americana, es decir, 28.6 por ciento de los habitantes. Este porcentaje, en conjunto con la población de origen asiático y africano, representará el grupo poblacional mayoritario, por encima de los habitantes de origen anglosajón. Dicho fenómeno ya se empieza a ver en algunos estados como Nuevo México, California o Texas, donde prácticamente 30 por ciento de los habitantes dicen hablar predominantemente español en casa.

Ante esta coyuntura, los políticos deberían prestar más atención al aprendizaje del español, especialmente frente a la realidad que se vive a diario tanto en la frontera con México, como en diversos sectores de la economía de los Estados Unidos. Quizás por eso, durante el pasado debate entre precandidatos demócratas a la presidencia, celebrado, por cierto, en Miami, al menos tres aspirantes (Beto O’Rourke, Cory Booker y Julián Castro) pretendieron hablar español para responder las preguntas de los moderadores. En este intento tuvieron varios tropiezos, como errores gramaticales, ausencia de preposiciones, artículos o uso inadecuado del género.

De esta forma, el experimento de los tres aspirantes terminó por convertirse en un espectáculo desafortunado que, desde luego, fue altamente criticado por la opinión pública, pues, además, refleja la realidad de un país sumamente exigente con la profesionalización de su lengua, la inglesa, pero poco consciente de la importancia de aprender fluidamente una segunda lengua que permita una conexión con otras culturas, contextos y tradiciones.

Por ello, aprender español de calidad y fomentar su práctica en las escuelas estadounidenses debería ser una política de Estado y no sólo una estrategia de mercadotecnia para atraer votantes hispanos en cada proceso electoral. Todos pueden beneficiarse de aprender español en ese país, especialmente porque a través del lenguaje se puede promover una sociedad más competitiva, incluyente y empática, herramientas imprescindibles en una sociedad donde la discriminación, el racismo y la xenofobia no parecen ceder. Pronto los hispanos dejarán de ser una minoría: quizá en un futuro se vuelva tan importante aprender español como inglés. Vale la pena empezar ahora.

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