No hay plazo que no se cumpla. El próximo domingo 85 millones de mexicanos podrán acudir a las urnas y participar en un proceso electoral que redefinirá el rumbo del país.
Se trata de un proceso peculiar, enmarcado por un escenario de violencia y deterioro institucional sin precedente, que a la fecha registra 116 homicidios de candidatos y dirigentes vinculados al proceso electoral; una creciente presencia de la delincuencia organizada que impone o intimida a candidatos; violencia verbal; violencia política de género: Violencia.
Este escenario alcanzó a la Ciudad de México, que registra las elecciones más violentas desde 1988, año en que fueron asesinados los responsables de la estructura electoral del Frente Democrático Nacional, Xavier Ovando y Román Gil, así como jóvenes brigadistas del Frente Democrático Nacional.
Nos encontramos ante la displicencia y complacencia de la autoridad electoral, que, bajo el manto de una legislación ambigua, minimiza este entorno y justifica sus omisiones, aquejada por un síndrome del usuario que la lleva a asumir que el proceso se realiza en plena normalidad democrática, cuando en realidad elude sus obligaciones como órgano garante de la legalidad e imparcialidad en el proceso, y con ello de elecciones libres y en paz.
La autoridad electoral se ha convertido en una burocracia extraviada en su laberinto, ausente ante las acciones que ensucian el proceso. Ante ella desfilan la guerra sucia, sus calumnias y mentiras; el uso y desvío ilegal de recursos públicos; las amenazas de despido a trabajadores si no apoyan a determinado candidato; la compra de votos y hasta la entrega de tarjetas de débito con recursos, que, sea cual sea su origen, constituye un acto ilícito.
A lo que se suma la emergencia del conservadurismo que existe en algunos sectores de nuestra sociedad y que hoy ha salido del clóset, que se expresa en un profundo desprecio por la democracia y la libertad del voto promovido por los barones del dinero, para quienes la democracia y las instituciones deben prevalecer a condición de que se mantengan sus intereses y privilegios; de la intelectualidad “ilustrada” que conjura a las fuerzas del mal a fin de mantener el estado de las cosas, y de los voceros oficiales y oficiosos que ahora pretenden acreditar, a partir de encuestas falsas, que los indecisos, sean quienes sean éstos, definirán el resultado de la elección.
Lo paradójico de esta situación es que, pese a la adversidad que presenta este escenario, todo indica que la opción encabezada por Andrés Manuel López Obrador se alzará con un resultado a su favor, y que la amplia ventaja que le otorgan las encuestas anula el margen de maniobra que pudiesen tener la operación política gubernamental, los aparatos corporativos partidarios, la compra del voto y las acciones fraudulentas tradicionales, lo que irrita más aún a quienes palidecen ante un ejercicio democrático efectivo y a los grupos de interés que se resisten a un cambio de paradigma.
Es deber de todos, en particular del gobierno, de las autoridades electorales, de los partidos políticos y sus candidatos, garantizar elecciones libres y en paz, así como frenar cualquier pretensión por desestabilizar la jornada electoral. Solo la estupidez puede poner en riesgo la estabilidad política del país.
Senador de la República.