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Como bien apunta el crítico Anthony Lane en The New Yorker, el problema de hacer una biopic sobre un escritor es que usualmente la vida de los escritores no es precisamente interesante: lo más que puede pasarles en un día promedio es que ganen la batalla contra una hoja en blanco.
La cosa se complica cuando se trata de un autor como J.R.R. Tolkien, cuya vida y obra ha sido (y sigue siendo) afanosamente estudiada por las hordas de fans de su opus magna, El Señor de los Anillos. Todo lo que se diga en una biopic al respecto será de inmediato analizado y duramente cuestionado por los cientos de Tolkiendili alrededor del mundo.
Y aunque alguno de sus biógrafos dice que de 1925 hasta su muerte en 1973 “no pasó nada relevante”, para los guionistas David Gleeson y Stephen Beresford, la vida del escritor, poeta, militar, filólogo, lingüista y profesor universitario bien vale una película de dos horas. Puede ser que si, pero no sé si necesariamente esa película sea esta.
Narrada mediante flashbacks, el filme comienza con el entonces teniente segundo John Ronald Reuel Tolkien quien, entre las trincheras de la Primera Guerra Mundial -y siempre con la ayuda de un soldado raso llamado Sam (guiño-guiño)-, busca a uno de sus amigos que, como él, tenía el sueño de cambiar al mundo sin imaginar nunca que terminarían en medio de esa pesadilla llamada guerra.
En paralelo y regresando en el tiempo, vemos como el huérfano Tolkien es recibido por una familia adoptiva (previa intervención de un cura amigo de ambas partes) hasta entrar a una prestigiosa escuela donde en principio será rechazado por no ser de clase alta aunque rápidamente se irá ganando la confianza de sus amigos dada su notable inteligencia y su habilidad con los idiomas. Es como si Tolkien hubiera vivido en carne propia La Sociedad de los Poetas Muertos (Weir, 1989), sólo que estos jóvenes no necesitan de un maestro para abrazar la revolución del pensamiento, sino que ellos solos alimentan su propio deseo por el conocimiento, los libros, la música, y en general por las artes.
Ése enfoque sobre la vida de Tolkien resulta particularmente interesante aunque, sospecho, no será suficiente para los fans de El Señor de los Anillos. Y es que si bien el director chipriota Dome Karukoski se toma la molestia de lanzar guiños cual golosinas para tener contentos a los fans más clavados (un puñado de referencias por aquí y por allá a la aventura de Sam y Frodo), lo que pareciera interesarle de Tolkien no es su vida como el escritor de Lord of the Rings, sino este personaje enamorado de todo lo que sonara a arte. Un hombre que no podía entender la vida (la buena vida) sin la música, los libros y la escritura. Se trataba, pues, de un personaje de avanzada, un ludópata enamorado de la buena vida y la alta cultura.
La intención me parece loable, el gran problema es el tono con el que lo narra: una cinta sin mayores aspavientos, plena en diálogos largos y una parquedad de escenarios que no ayudan a exorcizar del todo el fantasma del aburrimiento.
Aunque es claro que Karukoski no se preocupa por lo que opinen los fans, tampoco le interesa perturbar la memoria de su homenajeado. Bajo la mirada del director, Tolkien es un hombre pulcro y de una sola pieza, sin mayor defecto en la vida. El respeto con el cual la película trata a su biografiado termina por ser perjudicial para la cinta.
Demasiada frialdad para un autor del que siempre se habla sobre la calidez de su prosa, la imaginación desbordada y el espíritu de aventura. Irónicamente no hay nada de eso en esta película, un homenaje sentido pero frío y rígido sobre un personaje que fue todo lo contrario.