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El uso de la religión en campañas electorales es una tentación latente en ciertos candidatos a ocupar un cargo de elección popular; con la intención de convertirse en representantes de alguno de los poderes que configuran al Estado mexicano, apelan a los sentimientos religiosos de la población. Esta situación no debería pasar desapercibida, ya que existe la prohibición para el Estado de convertirse en tutor de dogmas, creencias o convicciones religiosas específicas, sean cuales fueren. También tiene vedado cualquier intento de colocar la vida pública bajo la influencia de una o varias creencias religiosas, así como acompañar o sustituir a la persona en el acto de fe. El Estado no puede hacer juicios de valor sobre las concepciones religiosas, no puede juzgar ni la legitimidad de las creencias ni el modo de su manifestación.
De ahí que la legislación no autoriza exhibiciones electorales o políticas en edificios religiosos, así como tampoco la utilización de simbología religiosa, tanto en la publicidad como en el discurso proselitista electoral de los candidatos, con miras a evitar la posible confusión entre los fines u objetivos religiosos con los propósitos estatales. Persiste la limitación en cuanto al reconocimiento del voto pasivo de los ministros de culto: pueden ejercer este derecho político siempre y cuando se separen formal y materialmente de su ministerio cinco años antes de la elección.
Cuando la autoridad interviene en asuntos propios de la religión violenta la laicidad del Estado. Los ejemplos abundan. Para muestra, los más recientes: el año pasado el gobernador Miguel Márquez consagró al estado de Guanajuato al Sagrado Corazón de Jesús, del mismo modo que el gobernador César Duarte lo había hecho antes en Chihuahua y también la otrora alcaldesa de Monterrey, Margarita Arellanes, entregó las llaves de la capital neolonesa a Jesucristo.
Un Estado laico es aquel que no se identifica con una Iglesia o confesión religiosa alguna. Es garante del pluralismo religioso y de la convivencia pacífica de las religiones en la sociedad, donde las personas pueden expresar públicamente su fe. Es un principio esencial, no es ni puede ser un fin del Estado democrático; la laicidad es un instrumento para la garantía de la libertad religiosa en condiciones de igualdad para los ciudadanos y comunidades religiosas, por tanto el fin de la laicidad es la libertad religiosa, ya que reconoce a la religión, y por tanto, a las iglesias como parte de la vida democrática sin dañar la justa autonomía entre las instituciones civiles y religiosas.
La autoridad funge como árbitro para hacer realidad esto. ¿Qué pasa cuando el gobernante se torna en parcial? Lesiona la autonomía del Estado y las religiones. El Estado es incompetente para juzgar la verdad o falsedad de las religiones e incluso para dar juicios de valor en torno a cuestiones relacionadas con la fe de sus ciudadanos. El Estado no puede pronunciarse acerca de cuál religión es mejor o peor. En contrapartida, tampoco puede excluir al creyente de la vida pública, so pretexto de que la religión pertenece al ámbito privado.
Federico de Prusia llamaba al Emperador José II rey sacristán (1765-1790) por el intervencionismo político en la Iglesia católica, a la que pertenecía la mayoría de sus súbditos. No es el momento de resucitar personajes que pretendan emular al Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Aunque la tentación en algunos siga latente. Las ideas, las creencias o las convicciones, cualquiera que sea su naturaleza, por sí mismas, no forman parte de la naturaleza del Estado y de los poderes públicos.
Académico del Departamento de
Derecho Universidad Iberoamericana
alberto.patino@ibero.mx