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Las alianzas de facto impulsadas desde las cúpulas son cada vez menos eficaces. La disciplina de las bases ha menguado en estos tiempos de rebeldía social: si esos votantes no están persuadidos de la utilidad de respaldar una candidatura distinta a la de su partido o coalición, si solo reciben una consigna desde arriba, probablemente jugarán a las contras amparadas en la secrecía del sufragio. El voto duro, en efecto, se ha reblandecido. Aquellos electores incondicionales, cuya lealtad resistía cualquier viraje cupular, son una especie en vías de extinción, una minoría dúctil a los designios de las élites políticas.
Este fenómeno no es ajeno a sistemas pluripartidistas más o menos rígidos, como los latinoamericanos. El mexicano, en cierto sentido más cercano a los europeos que al estadounidense, es un buen ejemplo. En nuestra partidocracia los representantes suelen atender más las directrices de las dirigencias que la voz de los representados, pero ya son muy pocos los militantes que siguen ciegamente órdenes comiciales que vayan contra sus preferencias o su lógica de poder. Eso ocurre incluso en el PRI. El estado de México se volvió paradigma electoral #priñanietista, pero sus promotores soslayan que el priismo mexiquense sí ha gozado las mieles del gobierno federal, que el candidato era uno de los suyos, que el triunfo fue apuntalado por la compra del voto y el clientelismo a escala estatal y que se operó bajo la égida de una gubernatura priista, todo lo cual hace ese modelo imposible de replicar a nivel nacional.
La prueba de esta rebelión de las bases es la campaña del PRI en este 2018. Su voto duro se ha reducido a su mínima expresión por dos razones: porque Enrique Peña Nieto ha gobernado con un puñado de paisanos y amigos y ha excluido a muchos grupos de su partido y porque José Antonio Meade no es priista. Cualquiera que conozca al priismo sabe que, si bien sus dirigentes y cuadros mantienen la obediencia a su “líder nato”, en amplias franjas de los afiliados de “infantería” prevalece el disgusto con Peña Nieto y el desdén hacia Meade. Más aún, es evidente que entre el 80% de mexican@s que reprueba a Peña hay bastantes priistas. Un acuerdo con el #priñanietismo para apoyar a otro candidato sería tan indefendible como ineficaz. En estas circunstancias, ese apoyo seguramente provocaría que los votos del PRI se fueran a otro lado. El presidente controla el aparato del Estado, cuya fuerza se traduce en sufragios comprados, pero en términos de electores no coaccionados el apoyo presidencial es, hoy por hoy, el beso del diablo.
Estoy convencido de que la candidatura de la coalición “Todos por México” se quedará rezagada en el tercer lugar. Y no tengo duda de que el voto útil del 1 de julio no irá en su mayor parte al candidato que quiera Enrique Peña Nieto sino al que capitalice más inteligentemente el sentimiento de agravio de la mayoría. Y me refiero al voto útil de los switchers, al de los independientes y, significativamente, al de los priistas. Esta elección no la ganará la estridencia ni una postura antisistémica sin focalización; la ganará quien encarne el anhelo de justicia. No veo cómo una propuesta de olvido, de borrón y cuenta nueva, pueda granjearse la voluntad de esa porción mayoritaria y decisiva de mexican@s lastimados por la corrupción, la violencia y la desigualdad.
México no es el EdoMex. La contienda en que estamos inmersos no será dirimida a fuerza de estructuras, sino a golpe de votos. Lo que Peña Nieto daría por conducto de la maquinaria gubernamental, aunque es considerable, sería menor que lo que quitaría con su desprestigio. Y lo más importante, una alianza cupular deslegitimaría a su beneficiario ante la sociedad. No, no es por ahí. Se equivocan quienes recomiendan una declinación formal o de facto. En estos comicios se impondrá el candidato que refleje lo que la gente siente; lo que se dice en los hogares, en las plazas, en el trabajo. En el Frente lo sabemos: no se trata de entablar negociaciones, sino de capturar emociones.
@abasave