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Puesto que el arranque de las campañas es momento de definiciones, voy a explicitar ahora por qué formo parte de la alianza “Por México al Frente”. Voy a hacerlo con razones, a contrapelo de la crispación partidaria que confunde debate con descalificación. Sé que hay quienes no pueden tolerar la discordancia, y de hecho intuyo que serán ellos quienes desde las redes sociales reforzarán mi postura.
El #priñanietismo le ha hecho mucho daño a México y debemos cambiar de régimen, lo cual solo lograremos mediante un rediseño legal e institucional. Soy parlamentarista y creo que México necesita una nueva Constitución con un régimen parlamentario. Soy socialdemócrata y creo que el país requiere una política social que contrarreste la desigualdad. Y sobre todo, creo que es imprescindible combatir la corrupción mediante un acercamiento de la norma a la realidad que haga costosa e inconveniente la deshonestidad y mediante la depuración del SNA, y que nada cambiará si la impunidad prevalece en cualquier modalidad de borrón y cuenta nueva.
Lo más cercano a mi credo está en el Frente. No es casualidad: participé en su construcción, un proceso de deliberación colectiva que no partió de un manifiesto que los participantes debiéramos suscribir de antemano. La plataforma resultante no es exactamente la que yo habría querido, como ocurre en todo esfuerzo plural, pero sí da pasos en la dirección que juzgo correcta. Propone entre otras cosas reformas de gran calado en nuestras leyes e instituciones, gobierno de coalición, ingreso básico universal, aumento al salario mínimo y rendición de cuentas para que el que la haya hecho la pague. Se enriquece, por lo demás, con la relevancia que otorga al entorno global.
Los dos párrafos anteriores responden la pregunta que algunas personas me han hecho sobre la coalición “Juntos haremos historia”. Respeto a Andrés Manuel López Obrador pero no comparto propuestas esenciales de su proyecto. No estoy de acuerdo con la idea de regresar a la Constitución de 1917 o de que a nuestras leyes no les hacen falta mayores modificaciones, y menos con la tesis de conservar el viejo presidencialismo mexicano. En el tema de la corrupción, pienso que el voluntarismo es insuficiente y discrepo categóricamente del planteamiento de una amnistía. Dejar impunes las pillerías de este sexenio sería inmoral e ineficaz, puesto que no se haría justicia y quedarían intactos los incentivos perversos que sostienen el statu quo.
Ahora bien, aunque el frentismo es más programático que personalista, me anticipo a las críticas al candidato, atizadas por la pantomima del juicio mediático que se le orquestó desde el poder. Pese a que la carga de la prueba recae en el acusador, Ricardo Anaya ha explicado hasta la saciedad los detalles de la operación entre particulares de la que fue parte, a diferencia de José Antonio Meade y sus adláteres que nos deben muchas explicaciones sobre los gigantescos desvíos de dinero público realizados por el grupo al que pertenecen. A mí, como a muchos de quienes lo hemos escuchado con atención, Anaya me convenció de que actuó con apego a derecho. Si así no hubiera sido, hace tiempo que la impresentable PGR, usada facciosamente por Enrique Peña Nieto para destruir su candidatura, lo habría citado a declarar al menos en calidad de testigo. No lo ha hecho porque no tiene nada y porque el juego es mancharlo ante la opinión pública, debilitarlo electoralmente proyectando una sombra de sospecha.
Conocí a Ricardo en 2015, poco antes de asumir la Presidencia del PRD. Yo pregonaba entonces el imperativo de hacer alianzas de amplio espectro, a la usanza de la concertación chilena que venció a la dictadura pinochetista, para terminar con la dictablanda #priñanietista, y en mis conversaciones con él me di cuenta de que teníamos ese punto de coincidencia. Así, en 2016 forjamos juntos las coaliciones PAN-PRD (de jure y de facto) que infligieron al PRI la peor derrota de su historia reciente y llevaron a la cárcel a Javier Duarte y Roberto Borge. Nuestras largas negociaciones para conseguir esos triunfos no fueron fáciles, pero la discusión fue frontal y franca. Por cierto, doy testimonio de que él siempre puso las cartas sobre la mesa, honró su palabra y cumplió nuestros acuerdos contra viento y marea.
Ricardo Anaya posee la inteligencia, la preparación y la energía necesarias para ser presidente de México. Ha resistido de pie, sin doblarse, la embestida brutal que se le ha lanzado desde un Estado convertido en cuartel de guerra sucia en su contra, y ha probado su valentía al encarar a Peña Nieto. Chapeau! Para mí, el hecho de haberse vuelto el enemigo del régimen putrefacto que padecemos tras de que rompió el PRIAN lo legitima como un peligro para el pacto de impunidad. Y con ello se ha ganado mi apoyo y mi colaboración.