A Camila, por su primer cumpleaños, con la esperanza de legarle un México mejor
Frente a un régimen autoritario y corrupto, ante un país desgarrado por la violencia y la desigualdad, nadie debe quedarse callado. Cuando la antidemocracia rige y la corrupción es norma, cuando los cementerios devoran la tierra y la marginación vomita el tejido social, quien se encoge de hombros no es apático: es cómplice. En esas condiciones no hay evasión o neutralidad que valga, y el ciudadano que diga que las cosas no están mal o que no es su responsabilidad cambiarlas se engaña o se encierra en el egoísmo. Todos tienen algo que hacer; unos pueden actuar en cargos públicos, otros pueden participar en organizaciones de la sociedad civil o levantar la voz en redes sociales y, por supuesto, unos y otros deben votar en las elecciones. En semejantes circunstancias de excepción, consciencia es compromiso. Quien sabe que el Estado se ha vuelto una banda de ladrones tiene la obligación de abrir los ojos del prójimo y de contribuir en la medida de sus posibilidades al cambio de régimen.
Es el caso de México. El PRI, experto en alienar a la sociedad, ha logrado que muchos ignoren o soslayen la degradación ética que padecemos. Uno de los artilugios que usó en el siglo pasado fue introducir en el imaginario colectivo, en forma colorida y subliminal, la idea de que EL partido encarnaba a la nación. Cuando volvió a la Presidencia de la República en 2012, el priismo recurrió a una nueva versión de esa barbaridad, que consiste en confundir el gobierno con el Estado e insinuar que esa nebulosa representa a la patria. En su peculiar concepción el optimismo es la fase superior del patriotismo, y los buenos mexicanos debemos no solo pregonar sino creer que vamos muy bien. La aberración, que se suele difundir en los medios, llegó a niveles alarmantes tras de que Luis Videgaray y Enrique Peña Nieto cometieron el error histórico de hacerle un acto de campaña en Los Pinos al entonces candidato Donald Trump, cuando su campaña iba a la baja y sus posturas antimexicanas al alza. Intentaron entonces convencernos de que, pese a que el presidente Peña había ayudado a entronizar a un extraño enemigo, el “masiosare” patriótico nos obligaba a apoyarlo y seguirlo aunque nos llevara al abismo al actuar de manera sumisa y entreguista en vez de defender nuestra soberanía.
Un creciente segmento social ya no se traga esas patrañas, por fortuna. Pero otro, aún grande, no se ha arrancado el chip mental priista. Por eso quienes estamos conscientes del desastre en que el #priñanietismo nos ha metido tenemos que hacer un esfuerzo por explicar a los demás que las cosas están muy mal y que el verdadero amor a México se demuestra al asumir y denunciar esa realidad, porque es el primer paso para cambiarla. Ahí están los testimonios de la manipulación informativa, los casos flagrantes—de corrupción, los datos duros -durísimos— sobre asesinados y desaparecidos y sobre pobreza y desigualdad. Este gobierno ha llevado a la cosa pública a un alto grado de descomposición. Y corresponde a la parte agraviada, a nuestra sociedad, redimir a esta zaherida versión de lo humano que somos los mexicanos. Se trata ante todo de una crisis moral que, si bien permea a la pirámide social, empezó arriba y tiene que limpiarse desde arriba.
La aquiescencia tácita que demasiadas personas en México aún otorgan al PRI no se justifica. No vivimos una situación normal, ordinaria; no estamos ante un gobierno que ha cometido errores de buena fe o ha sido víctima de calamidades externas. Sufrimos las pillerías de un grupo de políticos corruptos que ha ejercido el patrimonialismo con premeditación, alevosía y ventaja. Ese grupo tenía un plan para restaurar el viejo autoritarismo y lo llevó a cabo paso a paso, sin que el aumento de su poder sirviera para mejorar el problema de inseguridad y mucho menos para reducir el abismo entre ricos y pobres. Por eso la aquiescencia ya no vale. La aquiescencia, cuando se ha caído tan bajo, es vil complicidad.
Diputado federal.
@abasave