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Hoy comienza el periodo de “intercampañas”, el paréntesis entre las precampañas y las campañas previsto en nuestra peculiar legislación electoral. Los contendientes usarán esta pausa para organizarse, para bajarse de la vorágine del debate coyuntural, sacudirse el yugo de lo táctico y dedicar tiempo a la planeación estratégica. Los ciudadanos atentos al campo de batalla tendrán más tiempo para voltear a otro lado, y descansarán aquellos que ven la refriega de soslayo y porque no pueden evitarla. Cambiemos el tema, pues. Hablemos de las dos conmemoraciones cívicas de este mes, la que ya pasó —el día de la Constitución— y la que viene —el de la Bandera—, y a la importancia de que los símbolos sean lo que a mi juicio deben ser. Y es que lo simbólico, sobre todo en momentos de reconcomio, ha de ser fuente de sosiego, algo que nos recuerde que, por encima de turbulencias políticas y de la incertidumbre de las elecciones, México no se detiene, pero permanece.
“Los símbolos son reales. O mejor aún, la realidad es simbólica. Las cosas no ocurren porque sí, anárquicamente, sin orden ni patrón. Hay una implicación en cada acontecimiento, un código soterrado que trasciende su significado primario y genera representaciones distintas al hecho en sí mismo”. Cito estas palabras que escribí hace 25 años y publiqué poco después en mi libro Soñar no cuesta nada porque creo que es lo que ha ocurrido con el aniversario del 5 de febrero: hemos convertido a nuestra Carta Magna en un símbolo atado a su ignoto pero inmutable contenido. El porcentaje de mexicanos que ha leído sus 136 artículos, en efecto, es muy bajo. Y sin embargo, el orgullo que sentimos al enterarnos de que fue la primera Constitución social del siglo XX a menudo se traduce en apego a su texto actual, cuyo desapego de la realidad impide la exigibilidad de esos derechos, y cuya extensión, tras de cientos de enmiendas y adiciones, le inyecta incoherencia. Aunque no la conocemos, no queremos cambiarla. Por eso sostengo que el simbolismo de una norma no debe ser estático o, para decirlo con más precisión, que lo simbólico debe ser el hecho de tener una ley de leyes funcional y que nuestra adhesión a ella no debe trocar en misoneísmo y frenar una nueva constitucionalidad.
El segundo caso es muy distinto. El 24 de febrero celebraremos lo que es, al menos para mí, el más entrañable de los tres símbolos patrios oficiales. Nuestra bandera es tan gentil como incontrovertible. He escuchado a paisanos que, si bien admiran la belleza musical de nuestro himno, quisieran sustituir su letra por otra que no sea belicista, pero nunca he sabido de alguien a quien nuestro lábaro le provoque rechazo o dudas. Lo simbólico se gesta en la ideología y se generaliza en función de su neutralidad ideológica. ¿Por qué está Tenochtitlan en el escudo y en la bandera? Porque la expropiación del pasado prehispánico (Brading) se dio primero en el patriotismo criollo y después en Fray Servando, en aras de la emancipación cultural y política de España, y en el siglo XIX ya nadie pudo desenraizar la imagen del águila y la serpiente de la imaginería popular. Se pueden cuestionar referentes de la mexicanidad por razones “doctrinarias” —yo mismo he dicho que el nombre legal de nuestro país debería ser México y no Estados Unidos Mexicanos, que es resultado de una imitación extralógica del nombre de nuestro vecino del norte—, pero cuando se arraigan es difícil cambiarlos.
Más allá de racionalidades, los símbolos deberían apuntalar una paradójica identidad dinámica. La nación, que es una suma de subjetividades que da como resultado una objetividad, no podría existir sin ellos. México nació como Estado en virtud de la voluntad política y de la potestad de una élite, pero se hizo nación cuando la gran mayoría de los mexicanos se asumió como tal. Y mientras nuestra bandera, nuestro escudo y nuestro himno nos conmuevan, mientras nuestras móviles expresiones idiosincráticas toquen nuestras fibras sensibles, la nación mexicana seguirá existiendo.
Diputado federal.
@abasave