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En el mundo anglosajón la “posverdad” (post-truth) se puso en boga en 2016. Se trata de un concepto relativamente novedoso para estadounidenses y británicos, realzado por los triunfos de Donald Trump y del Brexit, que alude a la tendencia a establecer como verdadero algo que no está sustentado en datos duros sino en sentimientos (“mentira emocional”, le llaman algunos). A los mexicanos, sin embargo, una plaga muy parecida nos azota desde el siglo pasado. La práctica política de manipular el imaginario colectivo para favorecer los intereses del sistema priista logra el mismo objetivo: convertir una falacia en una creencia ineluctable. Se tocan fibras sensibles, se escamotea información, se miente una y otra vez hasta crear una suerte de realidad virtual sustentada en la proyección de ideas e imágenes falsas.
Aquí, más que de posverdad, yo hablaría de “preverdad”. Es decir, de un engaño que se determina a priori para obtener la aquiescencia de una parte de la sociedad a un régimen corrupto, y que se apoya más en el control gubernamental de los medios de comunicación que en el uso faccioso de las redes sociales. Eso es lo que hacía y hace el PRI-gobierno. No es spin en internet, que por definición se da a posteriori, sino el ocultamiento mediático de hechos de corrupción que es posible porque casi todos los periódicos, y no se diga la radio y la televisión, están sujetos a los designios del poder. En México no se llega a contrastar una nota periodística con un tuit porque solo una minoría de ciudadanos cuentan con información objetiva. En Estados Unidos un reportaje dañino para Trump se refuta como fake news: la gente sabe lo que ocurrió pero decide no creerlo porque prefiere creer en el refutador. La inmensa mayoría de los mexicanos, en cambio, ni siquiera tiene acceso a las evidencias que incriminan al grupo gobernante.
En un país primermundista, el descubrimiento de “la casa blanca” de Enrique Peña Nieto habría suscitado un escándalo; en México le costó el trabajo a Carmen Aristegui y solo después de que se ventiló en la opinión pública internacional apareció limitadísimamente en la prensa nacional. Allá los contratos tramposos con Higa, OHL et al o el socavón o “la estafa maestra” serían bocatto di cardinale para los medios; salvo honrosas excepciones, aquí brillaron por su ausencia u ocuparon espacios insignificantes. Y qué decir de la joya de la corona desinformativa, la investigación del gobierno de Chihuahua que llevó a la detención de Alejandro Gutiérrez; a The New York Times le pareció digna de su primera página y de este lado de la frontera ni siquiera es nota. Si la presión que se ejerce desde 2012 sobre las empresas mediáticas ya era enorme, en víspera de los comicios de 2018 se ha vuelto brutal. Sea por el uso condicionado del presupuesto gubernamental para publicidad o mediante cualquier otro amago, el grueso de la población no se entera de las pillerías del priñanietismo.
En cierto sentido los dos fenómenos son inversos. En el contexto estadounidense, los medios suelen decir la verdad y las redes la posverdad, y en el nuestro los medios suelen decir la preverdad y las redes la verdad. Desde luego que esto es una simplificación con propósitos didácticos, porque los periódicos gringos y las redes mexicanas también dicen mentiras y los nuestros y las suyas a veces dicen la verdad. Pero hay algo incontrovertible: la apuesta del establishment priista es que haya bastantes electores suficientemente desinformados o malinformados para que el priismo gane las elecciones. Y es que, aunque van al alza, en nuestra realidad Twitter, Facebook y demás instrumentos de comunicación digital no llegan todavía al alcance masivo de la televisión y la radio. Eso sin mencionar que también en el ciberespacio se da la acción manipuladora del gobierno. Aun los tuiteros ocasionales conocemos bien a los peñabots y hemos visto cómo se opera desde la Presidencia. Un ejemplo de su sofisticación son los pelotones de trolecitos que entran en acción cada vez que alguien lanza un tuit contra el PRI, respondiendo al unísono la misma, pegajosa e ingeniosa consigna: todos los partidos son iguales.
Hay un indicador inmediato que nos servirá para saber si las cosas mejoran. Si por cualquier conducto más gente se informa del caso Chihuahua -que yo describo con la metáfora de una estaca dirigida al corazón del vampiro priista- y si ese proceso rompe el pacto de impunidad y castiga a los intocables, el sistema se fracturará. Y por esa rendija podrá colarse un nuevo régimen que permita la redención de México.
@abasave