En política, el que se enoja pierde. El presidente Enrique Peña Nieto está muy enojado y está cometiendo errores. Quiere hacer que su candidato, José Antonio Meade, gane a toda costa la elección presidencial y, quizás aún más que eso, quiere que pierda Ricardo Anaya. Esa obsesión ha generado fricciones en el comité de campaña de Meade, que el propio Peña Nieto dirige. Hay ahí quienes saben que la estrategia de guerra sucia contra Anaya es una equivocación que solo ha beneficiado a Andrés Manuel López Obrador. Pero los “halcones” priistas, los duros, encabezados por el propio presidente, insisten en destruir la campaña anayista. Y es él quien tiene la última palabra.
Las tensiones son crecientes. Hay personas -se dice que entre ellas está el mismísimo José Antonio Meade- que desean un viraje estratégico. Pero donde manda capitán no gobierna marinero. Por eso existe ya una fractura en el cuartel del PRI, cuyos síntomas son cada vez más visibles. Las malas lenguas dicen, por ejemplo, que el pleito entre el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación tiene ese origen. Es decir, que los #priñanietistas no se ponen de acuerdo en los nombres que quieren en la boleta, y que cabildean por separado ante las autoridades electorales y a los medios para impulsar una u otra combinación. Y si bien la presión decisiva es la de Peña, la disputa interna ha llegado al grado de jugarle las contras al presidente. Parece haber, pues, quienes empiezan a irse por la libre.
La pugna intramuros es comprensible. En la candidatura de José Antonio Meade los focos amarillos se encendieron desde su destape, los focos rojos brillan desde hace meses y hoy suenan las sirenas de alarma. En una metáfora aérea, podría decirse que el avión no despega; en una terrestre se diría que el tren no avanza; en una acuática, sin duda la más precisa, que el barco se está hundiendo. En cualquier caso, el piloto o el maquinista o el capitán, que como ya dije no es el candidato, no quiere cambiar de planes. Y la otrora disciplinada tripulación consideraría la posibilidad de amotinarse. Sería, desde luego, un motín cuidadoso, sutil, subrepticio. Algo más parecido a una silenciosa labor de zapa.
Estoy hablando de los dirigentes, por supuesto. Es a ellos a quienes se refieren los rumores de división. Porque en torno a la deserción entre los cuadros medios y la base militante no hay indicios: hay evidencias inocultables. Los priistas están molestos con la forma en que Luis Videgaray y Aurelio Nuño están conduciendo la campaña. Bastante difícil les había sido aceptar la candidatura de un externo para que además les endilgaran a un mandamás y un coordinador sin militancia. Por eso a nadie extraña que el voto duro del PRI se haya reblandecido y que su candidato esté muy por debajo del 20% en la intención de voto. Tal vez solo a Videgaray y a Nuño, que no conocen al partido y que confunden disciplina con masoquismo o vocación suicida, les puede sorprender lo que está ocurriendo.
El nerviosismo cunde, pero los jefes no se inmutan. Es esa mezcla de soberbia y temor que tanto daño hace a quienes la experimentan. Veremos, y muy pronto, cuánto crece la grieta de la superficie y hasta dónde llega la inconformidad subterránea del priismo. En medio ya se notan las discrepancias, que han provocado que el equipo de nado sincronizado, multipremiado por su esprit de corps, se parta en dos. Léanse las columnas periodísticas que siempre repetían los mismos estribillos y nótese que ya muestran al menos dos prescripciones sobre la contienda electoral. Ya no hay una sino dos consignas, que provienen de sendas vertientes del grupo en el poder.
El #priñanietismo está fracturado. No se diga el PRI, que fue maltratado por un presidente de la República que se lo echó a la bolsa, lo redujo a un comité directivo mexiquense y se comió con su camarilla todo el pastel sexenal. A ver qué pasa después de las elecciones, cuando vengan los cobros de facturas…