Aunque discrepo del énfasis que le dan al modelo económico, coincido con Acemoglu y Robinson (Why Nations Fail?) en que las instituciones hacen la diferencia entre naciones desarrolladas y subdesarrolladas. El diseño político —legal e institucional— es la clave: Estado de derecho, democracia, división de poderes, rendición de cuentas. Pero no se trata de que todo eso exista nominalmente sino de que sea funcional. En el caso mexicano, por ejemplo, hay una Secretaría de Hacienda que en teoría debe ejercer el presupuesto aprobado por el Legislativo pero que, en realidad, posee un enorme margen de maniobra para decidir discrecionalmente cuánto destina a cada rubro, y usa las asignaciones presupuestales para controlar a gobernadores, diputados y hasta jueces. Así, los pesos y contrapesos no funcionan y el autoritarismo se entroniza.
Hay otro ejemplo, quizá peor. El presidente de México manipula y usufructúa políticamente la Procuraduría General de la República. La sentencia atribuida a Juárez sobre la justicia se ha modificado: a los amigos, patente de corso y gracia, a los enemigos, persecución a secas. A Gerardo Ruiz Esparza y Rosario Robles —por citar solo a dos miembros del gabinete— no se les toca ni con el pétalo de una averiguación, pese a que se han documentado desvíos multimillonarios en sus gestiones. Porque a los políticos que medran en la cleptocracia mexicana siguiendo las reglas del juego y respetando jerarquías se les perdona todo. A los opositores, en cambio, se les persigue implacablemente, y si no hay pruebas en su contra se les fabrican.
¡Y todavía hay quienes me preguntan por qué insisto tanto en la garantía de una Fiscalía autónoma! El equilibrio de poderes no puede darse cuando el Ejecutivo actúa en función de intereses propios y partidistas y cuenta con el poderoso monopolio de la acción penal, y menos cuando el poder judicial carece de independencia o fortaleza para frenar una arbitrariedad. Por eso cuando se pretendió desvirtuar la reforma que otorga autonomía al ministerio público, cuando se trató de imponer al #FiscalCarnal, los legisladores de oposición pugnamos por impedirlo. Los columnistas de nado sincronizado se rasgaron entonces las vestiduras y nos acusaron de “secuestrar” tres días el Congreso, sin decir ni pío sobre la intentona de Enrique Peña Nieto de secuestrar por nueve años la procuración de justicia. Por cierto, sin ánimo de escandalizar a las buenas conciencias mediáticas, digo que esa batalla que ganamos contra la impunidad transexenal me hizo sentirme, en medio de tanta ignominia, orgulloso de ser diputado.
Pues bien, he aquí que Peña Nieto ha recurrido una vez más al uso faccioso de la PGR. La dependencia, que ha hecho todo lo posible por frenar la extradición de César Duarte, el ex gobernador de Chihuahua contra quien pesan 11 órdenes de aprehensión, mostró una agilidad inusitada para emitir una alerta migratoria contra Manuel Barreiro, a quien el PRI-gobierno tiene muchísimo interés en investigar para golpear a Ricardo Anaya. Y es que Anaya ha arrojado al tercer lugar al candidato presidencial priísta y se ha convertido en el personaje más odiado por el #priñanietismo. La justicia debe ser ciega, pero en México ni siquiera es daltónica: distingue muy bien los colores partidarios. En buena tesis, se debería investigar a Ruiz Esparza, a Robles, a Barreiro y a cualquiera que sea sospechoso de un ilícito. Pero nuestra PGR solo procede contra uno de ellos, porque asume que al hacerlo pude perjudicar a quien se ha convertido en némesis del presidente de la República.
Las preguntas son pertinentes: ¿por qué el presidente Peña está obsesionado en impedir que Ricardo Anaya gane la elección presidencial? ¿Qué teme? ¿Por qué ha tratado de destruirlo tantas veces, echándole encima una y otra vez el aparato del poder? Hay ataques que enaltecen. Ser el principal enemigo del corrupto régimen #priñanietista es un certificado de exclusión del pacto de impunidad, una extenuante distinción. Porque el miedo no anda en burro: anda en la PGR.
Diputado federal. @abasave