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Creo que no he explicado bien una tesis que esgrimo en mi libro Mexicanidad y esquizofrenia: que gran parte de la legislación mexicana tiene un vicio de origen que con el tiempo adquirió una intencionalidad política. Lo que yo llamo esteticismo legislativo, que consiste en la proclividad que heredamos de la Colonia a fijar la norma demasiado lejos de la realidad, dejó de ser en el siglo XX un defecto de diseño y se convirtió en un instrumento del PRI para mantener al ciudadano en falta y para sustentar el peculiar fenómeno de la corrupción legal. Es decir, las leyes se hicieron alambicadas ya no por tradición o inercia sino para afianzar la férula autoritaria sobre el ciudadano y para crear salvaguardas a los corruptos. Desde entonces un puñado de iniciados conocen y usufructúan los laberintos jurídicos para ejercer la deshonestidad con estricto apego a derecho.
Desde luego, este modus operandi no es solamente legal, pues hay también un entramado de reglas no escritas. Pero la base de sustentación está en la mala ley. Y si bien sobran ejemplos, el caso Chihuahua es emblemático. Javier Corral descubrió y logró documentar un desvío de fondos del erario estatal a las campañas priístas, y la respuesta del PRI-gobierno fue escamotearle a su estado dinero que le corresponde. Atención: la Secretaría de Hacienda pudo hacerlo por la centralización fiscal y presupuestal que impera en México y por el gran margen de discrecionalidad que tiene en el manejo del Presupuesto de Egresos (entre lo que aprueba la Cámara de Diputados y lo que la dependencia decide hacer suele mediar un abismo). El poderosísimo secretario puede controlar a los gobernadores, a quienes premia o castiga con más o menos recursos según “se porten bien o mal” (si hacen o no lo que el gobierno federal quiere que hagan).
Vamos un poco más atrás: ¿cómo se pudo desviar dinero a las campañas del PRI si no por medio de las intrincadas tuberías financieras propiciadas por una legislación igualmente complicada? Más atrás aún: ¿por qué pueden pagarse sobreprecios en las obras públicas, como ocurrió con Higa, OHL y Odebrecht, y repartirse el sobrante entre los políticos cómplices de la pillería, si hay una infinidad de restricciones burocráticas en torno a las licitaciones? Porque esa maraña normativa deja resquicios por donde se pueden colar las corruptelas, vía información privilegiada y desdoblamiento de empresas y otros trucos. Quienes conocen el candado saben dónde está la llave, y saquean sin que se les pueda probar ilegalidad alguna. La complejidad reglamentaria, contra lo que se cree, no dificulta sino que facilita la transa.
Un viajero francés del siglo XIX que vino a América Latina dijo que en ninguna parte del mundo había escuchado hablar del derecho con más reverencia que en estos países donde la ley se viola sistemáticamente. Yo digo hoy que nadie habla tanto de legalidad como el priísmo cuando quiere defender sus trapacerías. Y es que, en este sentido, las leyes mexicanas no están hechas para sancionar la corrupción sino la rebeldía y el descuido. Quien tiene la osadía de romper el pacto de impunidad, quien no respeta la omertá, se enfrenta al leviatán. Hay priístas que en estas situaciones emplean una elocuente advertencia: “te va a caer encima todo el peso del águila”. Es el uso faccioso del poder. Es la norma pervertida, la institucionalidad desvirtuada. Es el Estado con ley pero sin justicia, al que San Agustín se refirió certeramente como “una banda de ladrones”.
Esa injusticia la han sufrido todos que han afectado los intereses o han desafiado los designios del régimen. Cualquiera que represente una amenaza al sistema, en una u otra forma, paga las consecuencias. Así trataron de destruir políticamente a Ricardo Anaya y al Frente. Pero no pudieron, como no podrán detener el cambio que llegará de la mano de una legalidad justa. El águila devorará a la serpiente de la corrupción y con su peso catapultará a México hacia un nuevo régimen.
Diputado federal.
@abasave