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El primero de julio pasado se borró el mapa político de México: las fronteras se difuminaron, la orografía se tornó más agreste, los caminos se llenaron de maleza. Nadie sabe cómo será el nuevo sistema de partidos —cuáles sobrevivirán y cuáles serán engullidos por Morena, qué nuevas fuerzas surgirán— ni quiénes ganarán la disputa dentro del nuevo grupo en el poder y hacia dónde se inclinará la balanza. Y es que el gran triunfador de las elecciones fue Andrés Manuel López Obrador, pero el universo de sus seguidores es tan amplio como abigarrado. Aunque no cabe duda de que él es el factótum, entre los dirigentes y las bases que lo apoyan hay quienes sostienen posturas ideológicas no solo distintas sino de hecho opuestas, y tampoco sabemos cómo resolverá el próximo presidente esas contradicciones.
Veamos los discursos: unos claman venganza y otros pregonan amnistía. De un lado se aprecia la lucha de clases que exige agudizaciones y del otro el perdón que invoca impunidad. Lo que no aparece todavía es el nunca bien ponderado justo medio, ese que la vieja izquierda desprecia tanto. Me refiero a un proyecto de viraje profundo en el combate a la corrupción, a la desigualdad y a la violencia que no caiga en la vendetta selectiva ni en la expropiación arbitraria ni en la inercia del error. Cierto, no es viable arremeter contra todos los corruptos a la vez, pero sí se debe acabar con la intocabilidad en aras de la cual el priñanietismo se ha esmerado en complacer al lopezobradorismo; tampoco conviene chocar con el empresariado, pero no veo cómo se pueda dejar atrás el neoliberalismo sin una reforma fiscal progresiva; y sí, la inseguridad es el problema más difícil de resolver, pero la continuidad agravaría las cosas.
Yo hago votos por que, a fin de cuentas, sea esa postura intermedia entre los extremos viciosos la que prevalezca en el gobierno de López Obrador. Una que enarbole la justicia legal y social, la que castigue la corrupción al influjo del espíritu de la ley, redistribuya el ingreso a la usanza socialdemócrata y pacifique al país con la soberanía nacional en ristre. Porque los comités de salvación pública salvan a los corruptos “aliados”, porque no basta la austeridad para moderar la opulencia y la indigencia y porque el control de la violencia pasa por el replanteamiento de la cooperación con Estados Unidos en torno a las drogas. Si se comprende la magnitud del desafío, si se superan atavismos, se desbrozará el terreno y el sendero quedará definido. Sortear los obstáculos será harto difícil, pero la ruta quedará clara.
Se habla mucho de que la “cuarta transformación” sojuzgará al Congreso. Hay otra posibilidad, quizá más riesgosa: soslayar y hacer irrelevante al Congreso. Morena es más heterogéneo de lo que muchos creen, y esa diversidad se refleja en el partido mismo y en el Legislativo, más que en el Ejecutivo. Sin una comunicación constante entre ambos Poderes las tareas de gobierno trocarán en taras de gobierno. Ojo: las estridencias producto de la marginación se apagan con la inclusión y el diálogo. La decisión de conciliar y suavizar las voces extremistas que llegan resultaría anticlimática, pero si no se claudica frente al esfuerzo de los que se van de quedar impunes se colmarán las expectativas de un cambio épico. El presidente debe atender la demanda partidista y parlamentaria de un viraje radical, y los militantes y los legisladores deben entender las limitaciones gubernamentales. Y ambas partes han de escuchar las exigencias sociales de poner fin a la impunidad, la cual no es un fenómeno distinto sino el componente de la corrupción que permite perpetuarla.
Equilibrio es el nombre del juego. Como fiel de la balanza, a Andrés Manuel López Obrador le corresponde asegurar que ninguno de los platos pese tanto que acabe por tirar todo. Imposible erradicar de su fuero interno una paradójica e irrealizable tentación: la de provocar un tsunami sin hacer olas. Pero si la resiste y propicia un aluvión refundacional logrará que la transformación, más allá de números ordinales, sea fecunda.
Analista político.
@ abasave