José Moreno Villa fue un escritor y artista plástico que llegó a México como uno de los exiliados de la Segunda República Española a finales de 1937. Era famoso por sus crónicas, por haber incorporado en la lírica española el habla popular y por hacer retratos a mano de sus colegas artistas e intelectuales.
Como Juan Larrea y León Felipe, Moreno Villa ya era un artista con una estética consolidada cuando inició su periplo. Uno de sus libros más significativos es Cornucopia de México, el cual está construido sobre una serie de observaciones acerca de la vida cotidiana en su país de acogida. A diferencia de los anglosajones que también escribieron sobre el México de la primera mitad del siglo XX, del texto de Moreno Villa destaca, en principio, su curiosidad ilimitada por una realidad que se le antoja desconocida, así como su absoluto desinterés por los asuntos de orden político, por la historia prehispánica y por la arqueología.
Cornucopia es un documento indispensable para penetrar en la vida mexicana durante los años 40, aunque a diferencia de Salvador Novo y Alfonso Taracena, la pluma de Moreno Villa no se nutre de la prensa o del cotilleo, sino de su insistencia por descubrir los contornos del alma mexicana. Así lo advierte desde su llegada procedente de Washington: “La entrada por Laredo es fatal. (…) Afortunadamente, México no es la aridez ni la desolación. Lo iremos viendo. Desde el tren se recibe un golpe desanimador que no logra atenuar siquiera el oír que se hable castellano y, además, con ternura, con suavidad y cortesía. Es cierto que un poco desganado y desgraciado para quien viene de España. Pero si se tiene alguna experiencia sobre este fenómeno de la gracia, se modera el juicio, se juzga despacito, porque la gracia se manifiesta de golpe en algunas cosas y muy lentamente en otras. (…) España, esponja de sangre, ha borrado del pizarrón de mi memoria los juicios, los prejuicios y hasta la fe en mis propias percepciones”.
Desde que cruza la frontera, Moreno Villa pone énfasis en los topónimos, que le parecen el mejor ejemplo del mestizaje lingüístico con su respectiva accidentalidad, a lado de un nombre propio castellano aparece alguna palabra prehispánica que realza nuestras raíces indígenas. En sentido contrario, le extraña que los hablantes mexicanos se esfuercen por utilizar un español hipercorrecto, como intentando demostrar que son capaces de emplearlo con mayor precisión que los peninsulares.
Ya asentado en la capital refiere que el desmesurado crecimiento urbano es proporcional a la marginación de los indígenas, que están condenados a un silencio que contrasta con el escándalo de las tertulias y los automóviles último modelo. La crónica de su primera visita al mercado de La Merced destaca por su perplejidad: “Para poder avanzar y salir con bien de este laberinto es preciso un práctico como en las ensenadas difíciles. Sin él, nos pararíamos ante el primer montón de cosas y no llegaríamos nunca a las mejores. Inés Amor (…) nos llevó, a Pedro Salinas, el poeta, y a mí, a un corredor del mercado que parecía el templo de la magia, cubierto desde el suelo al techo con la más rica variedad de plantas aromáticas y medicinales que uno puede soñar, más algún camaleón vivo, algunas alas de murciélago y algunos cuernos de macho cabrío. Delante del puesto número 380 campeaba un cartelón que decía: ‘Dominga Paredes, herbolaria. Vende toda clase de hierbas medicinales, explicando su procedencia de cada una de ellas. Cura toda clase de enfermedades. Especialidad en venéreas y del corazón’. Y en otro, lo que sigue: ‘Curo la diabetes y la úlcera del estómago, la tuberculosis, la sangre (este nombre acompañado de un manchón carmín) embriagues (así, con s) sin perjudicar el organismo’”.
Describe también los ademanes empleados por el mexicano para referirse al dinero, al tiempo o al agradecimiento, así como el paralelismo entre el temperamento de los habitantes de un lugar y sus bebidas alcohólicas habituales, como el tequila, reconocido a nivel internacional, y el pulque, el cual, pese a tener su propio templo —la pulquería—, llegó a ser considerado de ínfima categoría. En su exploración ahonda en la flora, la fauna, los oficios populares, la pintura, la música folklórica, la geografía y la religiosidad.
Al paso de los años, imposibilitado por la guerra para volver a España, hizo de México su casa. Así lo expresó en Vida en claro, su autobiografía: “Había nacido para casarme, pero no en un lugar cualquier, ni siquiera en mi patria, sino en México, lugar a donde me trajeron las olas en un momento inesperado. Y nací para dejar en esta bendita tierra el fruto de la semilla”. Se casó con la mexicana Consuelo Nieto del Castillo el 8 de noviembre de 1939, siendo sus padrinos Daniel Cosío Villegas y Alfonso Reyes, amigos que velaron por él en su destierro.
Falleció el 25 de abril de 1955. Octavio Paz escribió un obituario en su memoria: “Ya no hay rostro amigo, ha desaparecido la persona que llamábamos Moreno Villa, no existe ya ese islote que resistía la marea creciente de la estupidez ciudadana, se ha ido el pájaro familiar y remoto, no hay nada ya en que se apoye nuestra amistad excepto unos cuantos poemas, unos libros en prosa, unos cuadros, todo como escrito con lápiz”.