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“No puedo dejar de manifestar el dolor y la vergüenza que siento ante el daño irreparable causado a niños por parte de ministros de la Iglesia… es justo pedir perdón y apoyar con todas las fuerzas a las víctimas, al mismo tiempo que hemos de empeñarnos para que no se vuelva a repetir”, dijo el papa Francisco con esa voz suya, pausada y apacible que lo acompaña en todos sus actos públicos. O casi. Menos de 48 horas después, cuestionado en la calle por reporteros sobre su apoyo explícito a Juan Barros, obispo de Osorno y señalado por las propias víctimas de encubridor de abusos sexuales en ese país, el papa respondía bruscamente: “el día que me traigan pruebas voy a hablar. No hay ninguna sola prueba. Todas son calumnias, ¿está claro?”.
Desafortunadamente para el papa, ese “¿está claro?”, no zanjó el asunto. Por el contrario, lo único que consiguió el ex abrupto del papa fue restarle fuerza a su mensaje de horas antes y sumarle argumentos a aquellos que piensan que el perdón pedido por el papa —no el primero, por cierto— va condicionado al olvido y no a la justicia. Y es que es muy sencillo, si el papa —El Vaticano— tuviera un compromiso auténtico por resarcir algo del daño, la disculpa vendría acompañada de las pruebas necesarias para enjuiciar y encerrar en una cárcel a las decenas de religiosos y religiosas que han abusado de niños y niñas en más de 30 países alrededor del mundo. Pero no. En todo caso, lo que hemos presenciado una y otra vez, es que la gran mayoría de las víctimas que se han atrevido a denunciar se han encontrado con que sus abusadores son protegidos por un muro infranqueable construido por la propia Iglesia católica. La justicia no llega porque hay una intención clara de que así sea: porque se esconden pruebas, testimonios, porque se le apuesta a la prescripción del delito, porque se traslada a los monstruos a nuevas parroquias o se les condena simplemente a una vida de “penitencia y oración”, como en el caso de Fernando Karadima, el sacerdote pederasta chileno que reactivó la polémica que acompañó Bergoglio durante su visita a Chile.
La justicia tampoco llega porque la Iglesia católica ha aprovechado sus relaciones políticas para enterrar investigaciones, someter a autoridades y ejercer presión en las cortes. También ha aprovechado sus liderazgos social y religioso para construir una narrativa en la que si las víctimas del abuso no aceptan el perdón y continúan su búsqueda de justicia, se convierten en mezquinos seres vengadores, cuyo único objetivo es destruir la Iglesia de dios. Y es justo en ese punto en el que el perdón de Bergoglio es más ofensivo y tramposo: al llevar el tema del abuso sexual de menores de edad al terreno de la espiritualidad —terreno en el que convenientemente aplican sólo las leyes de dios— el perdón es suficiente porque la justicia llega sola, como por arte de magia, en la otra vida.
Y si hay todavía quien duda de lo vacío que para una víctima suena la disculpa papal, va un botón de muestra: En 2014 Bergoglio estableció un comité de dos personas —ellas mismas víctimas de abuso— para investigar y hacer recomendaciones. Para marzo de 2017 el comité ya no tenía miembros. Ambos renunciaron. La burocracia vaticana se había rehusado a algo tan simple como responder las cartas o mensajes que envían las víctimas. Ya sin integrantes, los trabajos del comité terminaron formalmente a fines de 2017. El comité murió de inanición. Ese es el nivel de compromiso. Así que no, una disculpa no es suficiente.