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Yo, Olga, o el grito que distancia

Yo, Olga, o el grito que distancia
15/11/2017 |00:00
Redacción El Universal
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Pareciera que en estos años la influencia de Albert Camus es más inabarcable que antes. En 2014 Claire Messud escribió en la New York Review of Books que El extranjero (L’Étranger, 1942) es “la novela existencialista ejemplar”. Mi sola objeción —que ella misma da a entender más adelante en su párrafo— sería que se trata más bien de una novela absurdista, es decir, no nos habla de la invención de un significado para nuestras vidas sino de la aceptación de que no lo hay y probablemente no puede haberlo. El existencialismo es fanático en la fabricación de un propósito como lo es el nihilismo en la negación de todo sentido. El absurdismo representa la duda y la resignación a vivir y morir con ella. Al final de El extranjero, el protagonista, Meursault, un hombre indiferente a la familia, a la amistad, a la ética, al amor, al asesinato, se reconcilia con la insignificancia de todo mientras espera ser ejecutado por matar a un hombre. Ante su descubrimiento, la guillotina no representa mucho más que la evidencia de su biografía. Morir, de una forma u otra, es después de todo morir.

En esencia la trama de Camus no es muy distinta de la de Yo, Olga: Historia de una asesina (Já, Olga Hepnarová, 2016) pero la última escena del filme sugiere un rechazo a la indiferencia de Meursault. Basada en la historia real de Olga Hepnarová, la película no narra tanto como observa la vida de su protagonista antes de atropellar y matar a 8 personas con un camión en Checoslovaquia, en 1973. Como Camus, los directores Petr Kazda y Tomás Weinreb nos presentan a un personaje parco que acepta su destrucción después de un acto horrible pero en su protagonista el estoicismo se quiebra y el terror reviste la solemnidad. Incluso sus motivaciones son distintas a las de Meursault, que mata a un árabe porque el sol y el calor lo desorientan. Olga (Michalina Olszańska), una especie de ideóloga, se concibe a sí misma como la mártir que vengará a todos los tímidos del mundo ante la tiránica extroversión de los otros. En este sentido, Yo, Olga evoca también Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, pero sería injusto decir que solamente se trata del resultado de estas otras obras.

Kazda y Weinreb logran distinguirse de sus predecesores con un guión que, como lo adelantaba, no nos alumbra el interior del personaje con la narración de su propia voz sino que nos hace entenderla a partir de sus interacciones con el entorno. Si Meursault y Travis Bickle nos explicaban el progreso y las frustraciones de sus búsquedas, Olga se va develando lentamente, como una fotografía en un cuarto oscuro. La primera imagen nos la muestra en cama cuando despierta antes de ir a la escuela. Olga no parpadea, no gesticula. Pareciera muerta. Esta aparición es significativa porque nos sugiere la gran obsesión en la consciencia de la protagonista: la muerte como una granada que explota en todas direcciones. En otra imagen casi inmediata a ésta, Olga se mira en el espejo. La imagen de sí misma precede la náusea y el vómito. Existir, parece decirnos, es asqueroso.

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El estilo visual, compuesto por encuadres casi inmóviles en blanco y negro, es similar al de la reciente Ida (2013), del polaco Pawel Pawlikowski, pero las composiciones visuales son menos dramáticas, es decir, no simulan pinturas tanto como fotografías brevemente planeadas. Varias de ellas nos muestran los eventos más significativos en la vida de Olga pero muchas otras revelan una cotidianidad gris e inmóvil. El mundo se manifiesta como en la consciencia de la protagonista, quizás en busca de que el espectador vea lo mismo que ella. Fácilmente podría tratarse de una táctica para enfatizar la cualidad de víctima en Olga pero esta noción se deshace ante las terribles imágenes de su crimen. Cuando ella se dirige a la multitud vemos los atropellamientos desde el interior del camión sin efectos manipuladores, pero en la calle la multitud de cuerpos ensangrentados rompe la perspectiva de Olga y denuncia su crimen.

Buena parte del efecto de Yo, Olga recae en la actuación de Olszańska. A lo largo de la película su cuerpo le pertenece a la pena y lo vemos atraído al suelo no por la gravedad de la Tierra sino por la miseria. Los hombros y el cuello se caen, la figura se balancea al caminar. Olga vive despreciada por un mundo donde su madre la desafía por no tener la voluntad para suicidarse y su sexualidad es más un estigma que un goce. Lesbiana y tímida, a Olga le cuesta trabajo relacionarse con otras mujeres. Cuando lo logra, una sonrisa ingenua le rompe el tedio a su rostro. Las escenas de sexualidad no son explícitas pero tampoco economizan en desnudos y besos. Su propósito es calentar las imágenes del resto del metraje y dar un respiro a los espectadores y sobre todo a la protagonista, pero sus relaciones son breves. En varias imágenes vemos cómo las mujeres que ama Olga se alejan hartas mientras ella reanuda su sobriedad. Sólo la muerte es eterna.

Quizá podríamos criticar a los directores por una visión tan cruel y acaso exagerada. Aunque el tono silencioso de la película elude constantemente el melodrama, es evidente durante buena parte del metraje que el sufrimiento provocado por otros en Olga es el responsable de sus acciones. Sin embargo dos detalles confrontan esta perspectiva. Uno es, en apariencia, minúsculo: una noche en un bar, un amigo de Olga le explica que él también ha sufrido. Su familia abusaba de él y creció con una mujer que adoraba el nacionalsocialismo. Su descripción revela una infancia horrible, incluso peor que lo que hemos visto de la vida de Olga. Sin embargo él no mata. Ni siquiera sufre tanto como su amiga. El otro detalle es un grito. No puedo dar muchos detalles de él sin destapar sus secretos pero asumo que no será difícil interpretarlo para la mayoría de los espectadores como un instante de cambio. En él se incrusta la distancia entre los directores y Albert Camus, pero quizás en el fondo expresa tan claramente un inusitado aprecio por la existencia como aquella noche de signos y estrellas donde un hombre, Meursault, se abre por primera vez a la tierna indiferencia del mundo.