¿Cómo acercarse a una película que el público describe como un milagro? ¿Se regaña a la audiencia con la superioridad moral de quien ve más cine al año y se les dice que milagro son las filmografías de algún director poco conocido como Aleksei German o Tsai Ming-liang? ¿O quizá se pone uno de rodillas ante la opinión pública y concede: la película es un milagro? En mi caso busco —aunque quién sabe si lo logre— una vía menos radical, escribiendo de Roma (2018) como la dicotomía —o la colección de ellas— que me encontré desde septiembre pasado, cuando la vi por primera vez. Película convencional que no es del todo accesible; cinta visionaria que no es del todo compleja: obra maestra donde lo audiovisual es incontestable pero donde el guión se atora en un melodrama ya visto. Ni un desastre asombroso como Cosmos (2015), de Andrzej Zulawski, ni un desorden perfecto como El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), de Terrence Malick, Roma es, sin embargo, una obra importante e interminablemente discutible. Quizá tanto como cualquier otro filme, pero dado quién la hizo, de qué país viene, quién la protagoniza y quién la distribuye, Roma está condenada a ser un fenómeno y a desatar la exageración.
La trama sigue a una mujer indígena que trabaja como sirvienta de planta en una casa de la colonia Roma a principios de los años 70. Sus patrones son amables —no precisamente cálidos— pero con los niños Cleo (Yalitza Aparicio) tiende una relación íntima. Despojados de los prejuicios que se acentúan en la adultez, ellos juegan a los balazos con la muchacha y le cuentan de sus vidas pasadas. En la primera mitad de la película Alfonso Cuarón parece no esforzarse en contar una historia sino en mirarla. Los eventos más dramáticos suponen limpiar la casa o llegar al cine a tiempo, y así se construye una película muy inusual y, para mí. al menos, muy emocionante, porque se trata de un metraje discreto que tiene más en común con la frustrante representación del trabajo doméstico que hizo Chantal Akerman en Jeanne Dielman, 23 Commerce Quay, 1080 Brussels (1975) que con las ágiles aventuras de Harry Potter.
La fuerza de toda esta sección de Roma recae en el ejercicio formal de Cuarón y Galo Olivares, que utilizan movimientos de cámara aparentemente simples para crear complejas composiciones donde el espacio se convierte en un lenguaje de evocaciones. Paneos y movimientos en dolly buscan explorar el mundo que el diseñador de producción Eugenio Caballero reconstruye de manera minuciosa. Por supuesto, las televisiones y los autos pertenecen al periodo, como en tantas otras películas, pero Caballero además incluye a los vendedores ambulantes, los kioskos de revistas y las publicaciones de la época, los canastos de dulces y, por supuesto, la mugre. Ante la posibilidad de idealizar el pasado, Cuarón y su equipo lo resucitan, sin importar el costo para una producción que, hasta este punto, tiende a lo subversivo. Incluso la duración de planos y escenas resulta anómala ante el cine convencional mientras Cuarón y Adam Gough sostienen un ritmo tenue que desafía la norma.
Pero entonces Cleo se embaraza. Este giro no cambia el tono cinematográfico de la película pero sí altera las intenciones de su guión, que se convierte en la historia de un viaje. De una Neza fangosa hasta las playas solitarias de Tuxpan, Cleo recorre el espacio mexicano ya no como mujer sino como símbolo de la nación en crisis. También por eso Cleo se topa con el Profesor Sobek (Latin Lover) y un grupo de asesores militares estadounidenses, y se encuentra en medio de un sismo y del Halconazo de 1971. Por supuesto, no se trata de Forrest Gump (1994) en México. Para ello, Cleo tendría que interactuar con más figuras históricas y Cuarón tendría que caer en un sentimentalismo burdo, pero la narrativa cotidiana que encontramos en un principio comienza a ceder a la presión de emocionar, y lo que antes desafiaba ahora complace. Conforme se hace más melodramática —el reencuentro inverosímil de dos amantes basta para llamarla así—, Roma nos revela que es en realidad cine popular rompiendo algunas normas.
La pregunta es: ¿estas concesiones destruyen todo lo creado? En mi opinión nada puede borrar las impresionantes composiciones visuales o el diseño sonoro, que envuelve al espectador con el mundo de Cleo. Nunca en la historia del cine mexicano se había logrado una recreación de periodo como la de Roma porque no existe tal cantidad de dinero para un solo proyecto. Entonces Roma es inevitablemente importante e histórica. Las más de las veces es asombrosa. Pero aunque difícilmente podría ser más espectacular, sí podría estar mejor escrita y sí podría hacer más por visibilizar los problemas de clase a los que alude y que resuelve con un abrazo. Después de todo, querer a la sirvienta no es liberarla.
Dicotomías, pues, donde lo técnico excede por mucho lo narrativo y, si no lo excusa, lo opaca. Pero hasta lo más oscuro se puede traslucir a la luz de la reflexión. Sólo hay que hacer las preguntas.