Hace unos meses se fugó el delincuente más buscado y peligroso del país, de la cárcel que (hasta el día de la fuga) era considerada la más segura de México. La semana pasado murieron 49 internos en el penal de Topo Chico, Nuevo León. Con frecuencia se publican reportes sobre la enorme corrupción del sistema penitenciario y de que los internos delinquen de forma continuada (95% de todas las extorsiones telefónicas se hacen mediante llamadas que salen del interior de una cárcel).

¿Qué más hace falta para poner sobre la mesa un plan de emergencia que permita restaurar a toda prisa la legalidad dentro de los penales mexicanos? ¿Qué tiene que pasar para que nuestra indolente clase política mire hacia una realidad tremenda y olvidada, que es la que sufren decenas de miles de personas al interior de las cárceles todos los días?

Las comisiones de derechos humanos venían avisando desde hace años del deterioro carcelario en el país. Abunda el autogobierno, los familiares que visitan a los internos son extorsionados por los celadores, se cobra por todo al interior de las prisiones, es abundante la venta de drogas, se consiguen armas de fuego, celulares, bebidas alcohólicas, se ejerce el comercio sexual, es altísima la tasa de suicidios, o hay clasificación criminológica, la atención sanitaria es mínima.

EL UNIVERSAL ha informado que en Topo Chico había, hasta la semana pasada, 280 sitios de expendios de alimentos y hasta un bar. Algunos internos disfrutaban de algunas “comodidades” que muchas personas envidiarían en el exterior: tenía minisplits para no pasar frío ni calor, frigobar, televisión digital, acuarios y hasta baños sauna. Caramba y todo eso en un único establecimiento carcelario. ¿Qué habrá en las otras cárceles en las que no hemos todavía asomado la mirada?

¿Es creíble que las autoridades de Nuevo León no supieran lo que estaba sucediendo? Si lo sabían y no hicieron nada, fue seguramente porque recibían dinero por hacerse la vista gorda. Si no lo sabían merecen ser despedidos de su trabajo, no por corruptos, sino por ineptos. En cualquier caso, se hace necesario una depuración del personal directivo, sin que nos debamos conformar con que paguen los pobres chivos expiatorios que con frecuencia asumen las fallas de sus superiores (como sucedió con la fuga del Chapo).

Por si lo anterior fuera poco, hay que añadir al drama carcelario mexicano el delicado tema de los “presos sin condena”, es decir, de las personas que están privadas de su libertad mientras se les sigue un proceso penal, pero que todavía no han recibido una sentencia que diga que son responsables de haber cometido un delito. No se trata de un número menor o marginal: el 40% de los casi 260 mil internos en nuestras cárceles son “presos sin condena”. El derecho a ser presumidos inocentes, que les garantiza la Constitución, es para ellos poco más que papel mojado. Sus derechos humanos son violados día tras día, sin que se haya determinado (todavía) que son responsables de haber cometido un delito.

En pocos meses estará funcionando en todo el territorio nacional el nuevo sistema penal. Vienen reglas muy diferentes para las tareas de prevención del delito, para la investigación de los hechos ilícitos, para el procesamiento de los presuntos responsables, etcétera. Pero todo ello corre el riesgo de servir para nada, si no arreglamos los problemas de las cárceles.

Tenemos actualmente una tasa de reincidencia, en promedio a nivel nacional, de un 32%. De cada tres internos que salen de la cárcel, luego de haber cumplido su condena, al menos uno regresará dentro de pocos meses de nuevo por haber cometido otro delito (con frecuencia, los reincidentes son acusados de la comisión de delitos más graves y más violentos que los que cometieron la primera vez que fueron encarcelados).

Urge hacer una limpia a fondo de las cárceles mexicanas. De ello depende el éxito de la reforma penal en su conjunto y la seguridad del país. Ojalá no nos demoremos.

Investigador del IIJ-UNAM

@MiguelCarbonell

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