El profeta Muhammad murió de agotamiento un lunes (8 de junio de 632, según nuestro calendario). Quizá por lo inesperado del acontecimiento, no había dejado instrucciones en cuanto a su sucesor. Por las biografías más fidedignas sabemos que no habían faltado intrigas y complots en los últimos meses, en los últimos años de su vida. Hela Ouardi, historiadora tunecina, acaba de publicar en francés un libro apasionante intitulado Los últimos días de Muhammad, (París, Albin Michel, 2016). Explica porqué tanta agitación alrededor del profeta y precisa las circunstancias de su muerte.

En el centro del libro está la cuestión crucial de la transmisión religiosa del mensaje de Muhammad y de la sucesión política del mismo: el califato. Abu Bakr y Omar, dos compañeros del profeta, se unen para luchar contra el tercer candidato, Ali, el esposo de Fátima, hija querida del profeta. Parece que Ali pudo haber sido preferido por Muhammad, pero como este último no había designado a nadie por escrito, Omar y Abu Bakr actuaron para evitar que lo hiciera poco antes de morir. Ellos tenían a su favor a Aisha, hija de Abu Bakr, y, ventaja mayor, la esposa preferida del profeta. Para hacer el cuento breve, diremos que el trío logró que Muhammad no pudiese dictar a un escribano sus últimas voluntades. Se esperó varios días antes de enterrar el cuerpo del profeta —algo que va contra todas las tradiciones— para demostrar que él era un hombre y que no iba a resucitar. Hela Ouardi lo interpreta como la voluntad de manifestar que el tiempo de la profecía había terminado y que se debía buscar un sucesor, khalifat rasul-illah, “sucesor del apóstol de Dios”, para transmitir su mensaje y dirigir la comunidad de los creyentes. Después de largos debates, una asamblea escogió a Abu Bakr, el cual no tardó en morir; le tocó su turno a Omar quien añadió al título de califa el de “comendador de los creyentes”, título conservado por todos los califas. Tanto Omar como el tercer califa Otman murieron asesinados. Parecía que por fin Ali iba a ejercer el califato, pero después de unos años de guerra civil, fue asesinado. Tal fue el punto de partida de la división irremediable del Islam en partidarios de Ali, los chiítas, y los sunnitas que se encuentran en la línea de Abu Bakr y Omar, que la historiadora considera como los verdaderos “fundadores” del Islam institucional. A partir del siglo XV el califato fue ejercido por los sultanes turcos, hasta que, en el marco de la joven república turca, después de la desaparición del Imperio Otomano, fue abolido en 1924, lo que causó gran emoción en todo el mundo musulmán. En 1926 un congreso internacional del Califato se reunió en El Cairo para acordar que el oficio quedaría vacante hasta que se realizara la unión de todos los pueblos musulmanes.

Hace dos años, el primer día del ramadán, el líder radical Abu Bakr Al Bagdadi se autoproclamó Califa, con vocación a extender la autoridad del Califato resucitado primero sobre todo el territorio del Islam, luego sobre el resto del mundo. Para bien subrayar que se encuentra en la legítima continuidad histórica, ha tomado el nombre del primer califa: Abu Bakr. Vestido de negro como los califas abasidas, hace todo para que su empresa entre en la larga duración de la historia musulmana. Sería un error muy grave considerarlo como un loco delirante, un fósil del siglo VII: el Califato no ha sido olvidado nunca y para muchos musulmanes, en el mundo entero, representa la unión pasada (nostalgia) y futura (esperanza) de todos los creyentes, bajo la forma, ¿por qué no?, de una monarquía universal islámica.

El historiador del tiempo presente sabe que tanto el gran líder panárabe Gamal Abdel Nasser, como el rey Hassan II de Marruecos y, hoy, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan han invocado el Califato para movilizar a las poblaciones y fascinar el imaginario colectivo.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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