Cuando se cuente la historia de la campaña presidencial y el posterior gobierno de Donald Trump, uno de sus legados más oscuros será la manera como, junto con sus facilitadores en los medios de comunicación, ha nublado la capacidad de discernimiento moral de la sociedad estadounidense. Desde el principio de su campaña, Trump ha aprovechado la angustia de un sector vulnerable de la sociedad estadounidense para confundirlo hasta el mareo y venderle una versión de la realidad que arraiga en teorías de la conspiración, mitos y falsas equivalencias culturales, históricas y sociales. Ha sido, en el sentido más bíblico de la palabra, diabólico: un hipnótico y descarado confundidor.
Trump ha mentido con impunidad desde mucho antes de buscar la presidencia. Lo hizo cuando encabezó la campaña para difundir la absurda teoría de la conspiración que sugería que Barack Obama en realidad nació en Kenia y no en Hawaii, Estados Unidos. Por supuesto, la alucinación (cuyo único fin era restarle legitimidad al primer presidente afroamericano del país) no contenía ni una pizca de verdad, pero a Trump le importó poco: entonces, como ahora, lo importante era sembrar la duda. Calumnia, que algo destruirás.
Lo mismo ha hecho Trump con una larguísima lista de asuntos, incluido su ataque despiadado contra México y los mexicanos, producto de una combinación de simple y llana ignorancia, teorías nativistas de la conspiración y una malsana voluntad de insultar al débil. Es el mismo método que usó Trump contra sus rivales durante la campaña, a los que etiquetó, ofendió y maltrató cuantas veces quiso, generalmente a través de una lluvia de adjetivos que fueron, poco a poco, erosionando la imagen pública de cada uno de los desdichados que se le opusieron. Y claro, es lo mismo que le hizo a Hillary Clinton, a quien sepultó bajo una montaña de mentiras, insultos y teorías de la conspiración, suficientes para transformar a Clinton –que poco hizo para ayudarse– en una figura tóxica.
Ya en la presidencia, Trump ha llevado su apego por sembrar desconcierto y duda hasta las últimas consecuencias. El ejemplo de la última semana pasará a la historia. Después del repugnante ataque terrorista racial de Charlottesville, Trump recurrió a sus viejas mañas para difundir la idea de que entre los asesinos, neonazis, supremacistas blancos y los grupos que se les oponían había una suerte de equivalencia. “En ambos lados hay gente buena”, dijo Trump, como si entre las huestes fascistas que quieren el exterminio de los que les resultan diferentes pudiera haber alguien redimible. Al proponer esa equivalencia, Trump normaliza el fascismo.
Por desgracia, el problema con la propaganda y la confusión es que generalmente encuentran terreno fértil. Así parece haber ocurrido con la descarada propuesta de simetría moral de Trump. Una semana después de Charlottesville, en un sondeo de Axios, una mayoría de republicanos dijo estar de acuerdo con la equivalencia propuesta por Trump: 64% dijo que los fascistas asesinos y los grupos mayormente pacíficos que se les oponían comparten la responsabilidad de la violencia de Charlottesville. La propaganda del gran confundidor había surtido efecto.
Los métodos de Trump amenazan con nublar incluso el más elemental entendimiento de la historia entre los estadounidenses. Durante su lamentable discurso de Nueva York, Trump se atrevió a preguntar si después de la remoción de la estatua del general confederado Robert E. Lee, el pueblo estadounidense empezaría a pensar en quitar las estatuas de Washington y Jefferson, dado que ambos, como el general Lee, habían tenido esclavos. Esta es una equivalencia perversa. Washington, en efecto, tuvo esclavos, pero los liberó en su testamento y, mucho más importante aún, tiene cualidades históricas extraordinarias (es, simplemente, el padre fundador del país). Lee, en cambio, traicionó a su patria y encabezó una sangrienta guerra contra su propio país con el único fin de mantener viva la esclavitud. Trump, pues, pretende una equivalencia entre un héroe imperfecto y un traidor perfecto. Sugerir que ambos son equivalentes es aberrante por decir lo menos.
El riesgo está en que mentiras como esta hundan a los estadounidenses en una confusión moral todavía mayor. Si ni siquiera hay certezas históricas, el terreno se vuelve fértil para la propaganda y el autoritarismo. Lo que Trump ha hecho no es otra cosa más que desgastar el corazón mismo de la identidad estadounidense. Para los déspotas, después de todo, nada hay más propicio que la incertidumbre.