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La primera vez que Therese Belivet (Rooney Mara) mira a Carol (Cate Blanchett), un tren de juguete da vueltas. Es el anuncio de un círculo que pronto se abre y cierra, como el obturador de la cámara de Therese en cuanto ve a Carol con deseo; en ese momento se da rienda suelta a esa pulsión secreta que no se atreve a nombrar pero que la consume.

Película sobre la posesión sexual que nunca renuncia a las pequeñas rutinas y los rituales, Carol (2015), apenas tercer largometraje para cine hecho desde Lejos del cielo (2002) por el complejo estilista visual Todd Haynes (ninguneado por la Academia a pesar de renovar la olvidada estética melodramática a la Douglas Sirk), adapta en plan de thriller emocional la difícil novela personalísima de Patricia Highsmith (esbelto guión concentrado en lo esencial de Phyllis Nagy trabajado durante 15 años, esperando que madurara como buen vino).

Carol es una suerte de persecución metafísica que se sostiene con el suspenso de cada mirada, cada silencio, cada leve contacto entre las manos, representaciones de las partes de ese círculo que se cierra hasta la consecución del deseo y su liberación.

Haynes (apoyado por la precisa edición de Affonso Gonçalves y la soberbia fotografía de Edward Lachman, virtuoso de las atmósferas impregnadas de detalles), basa la eficacia de su dramaturgia fílmica en las miradas. Es ésta la historia de un ligue que se cuece a fuego lento, dando cada paso como si desvelara con cuidado un secreto sentimental-erótico. Así, el romance indiscreto entre Therese y Carol es una metáfora sobre el deseo y sin etiquetas. Antes de que los hombres circunstanciales de la trama importen, es la eterna amiga Abby (Sarah Paulson) la que motiva constantes cambios de punto de vista; es el contrapunto que subraya cómo Therese posee tanto el cuerpo de Carol como su alma. Y viceversa.

Pieza de cámara para voces femeninas espléndidamente ejecutada por cada una de las protagonistas, y que Haynes resuelve de forma elegante, reconstruye el ambiente 1952 increíblemente más liberal que el de hoy con idéntica intención a la que Highsmith lo describió, abriendo heridas en cada emoción y la imposibilidad de expresarlas. De ahí que haya escenas dominadas por las espaldas de las protagonistas: expresan tanto o más que los rostros emocionados; son el lado oscuro del deseo, eso indefinible y que Haynes capta con precisión. Cerca de lo magistral.

En algún momento de Mi abuela (2015), filme 10 del siempre irregular Paul Weitz (aunque apenas séptimo en solitario sin su hermano Chris), la abuela ex hippy y liberal, lesbiana en crisis emocional Elle (Lily Tomlin aprovechando esta historia hecha a la medida de su talento), comprende la íntima solidaridad que debe hacia su nieta Sage (Julia Garner), y aborda un cuidado Dodge Royal 1955, como metáfora de circular por la vida como un anacronismo literal en la neo conservadora era actual, tan políticamente correcta y a la vez profundamente represora y nihilista.

Ajustado filme hecho en apenas tres semanas con presupuesto nimio (para los estándares hollywoodenses), Mi abuela es una austera road movie femenina, un juguete narrativo que se sostiene (fotografía sin artificios de Tobias Datum) con acciones que suceden casi al ritmo del kilometraje del auto, lo que permite que Sage y Elle compartan algo más allá del nexo familiar, cómo si Elle fuera una Therese Belivet envejecida, aunque vital para defender sus ideas y vida en la imagen y preocupaciones de Sage.

Weitz hace una película sobre cómo recobrar esa secreta intimidad emocional y por qué nunca debe renunciarse a la más elemental lealtad. También cerca de lo magistral.

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