La esencia es la vida, tenemos el deber de fomentar su respeto a través de leyes y sanciones pero especialmente con el ejemplo. Han sido más de veinticuatro años de violencia creciente, las otrora urbes apacibles se transformaron en modernos campos de exterminio en las que ser joven es riesgoso y mujer una fatalidad.

Son miles los asesinados, otro tanto los desaparecidos, las personas se volvieron cifras que permearon en la conciencia colectiva provocando la indiferencia, lo que nos aterrorizaba ahora a pocos sobresalta, el homicidio forma parte del devenir cotidiano haciéndose presente en todo momento, lugar y circunstancia.

Cada hora cuatro personas son aniquiladas por manos de otra, la estrategia presidencial de abrazar al criminal no dio frutos, los tiroteados, acuchillados, desmembrados, decapitados o desollados fue la respuesta, sumada a la apatía, e incluso el fastidio, ante el desconsuelo de nuestros semejantes.

La administración abandonó a su suerte a las familias de las muertas de Juárez, su aflicción no los angustió, quizá nunca la tuvieron, tampoco empatizaron, lo mismo sucede en torno a los sacrificados de Ayotzinapa, de los universitarios tapatíos, de las madres buscadoras, es evidente que la apuesta es al tiempo, ese terrible verdugo que porta el acero lacerante del olvido.

La perversidad es clara, quien tenía la obligación de proteger, fomentar y acrecentar el tejido social la omitió, su actitud produjo la destrucción de lo poco que nos cohesionaba, la ausencia de defensa de la población la redujo a una condición cercana a la barbarie, sin orden y autoridad. Chilpancingo es un funesto ejemplo, fue el propio Presidente quien confesó haber dado la instrucción a las fuerzas federales para abandonar la ciudad al enterarse de que sería sitiada por la delincuencia pretextando que así se evitaría la confrontación, en otras palabras, a los guerrerenses los dejó a su suerte.

López Obrador se va con una enorme deuda a espaldas, la de miles de víctimas que pasarán al abandono de la memoria de quien vive en el imaginario de la paz que solo existe en su mente. La realidad lo rebasó, lo peor es que causó un gigantesco boquete: la insensibilidad, simplemente puso distancia al dolor del prójimo, no le importó.

La convivencia con la ruindad desplazó al sentimiento de tranquilidad e implantó la alerta permanente, nadie se afirma seguro, ni siquiera los poderosos a quienes vemos con su séquito de guardaespaldas. Esté México bronco se le salió de las manos al Ejecutivo, de hecho quizá jamás lo tuvo bajo su control, en contrasentido se erigió un poder paralelo cimentado en la crueldad de los ‘jefes de plaza’ quienes con ferocidad imponen sus reglas, en un contexto en el que debemos de cuestionarnos qué tanto gobierna por quien se vota y qué tanto manda el crimen organizado.

Si el desafío obradorista era sembrar el desafecto por lo humano, se llevó el premio. El discurso del amor es un insulto para los que habitamos en medio de verdaderas zonas de guerra llenas de fosas clandestinas, en las que solo un puñado de privilegiados moran en falsas burbujas edificadas al amparo del poder público.

Que la macroeconomía crezca o que haya nuevos aeropuertos y trenes no es útil mientras domine el temor que al salir de casa regresemos como cadáveres.

Sin duda, la mayor tragedia sexenal es la pérdida del valor de la vida.

Abogado

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