A pesar de que la República de las Letras mexicana estuvo integrada durante el siglo XIX y la mayor parte del XX por abogados, no existe en nuestra literatura una gran novela sobre el sistema judicial en México. Vaya, ni siquiera tenemos una novela donde el héroe sea un abogado litigante en defensa de la justicia y la inocencia de un acusado, como lo hiciera Atticus Finch en esa obra maestra de Harper Lee, Matar un ruiseñor. La figura del abogado y la de nuestro sistema judicial está manchada por el prejuicio tantas veces confirmado de que son una pandilla de corruptos traficantes de influencias. Coyotes, les llama con desprecio el pueblo de México e insisto, pese a que gran parte de los escritores mexicanos salieron de alguna Facultad de Derecho, ninguno hizo nada por cambiar esa imagen de los leguleyos en nuestra narrativa. Más grave aún, no existe una tradición de pedagogía popular en la narrativa para explicarle al gran público cómo funciona el poder judicial a la manera de los bestsellers de abogados y clientes de John Grisham en Estados Unidos. Ni soñar con una novela de la calidad literaria de la obra de Allen Drury en Decisión, donde el talentoso escritor explora la psicología y reflexiones de un juez de la Suprema Corte de Estados Unidos frente a decisiones trascendentales para la vida de su país. De modo que el problema es de tal dimensión que no es que la población en general desconozca y desdeñe al poder judicial, sino que tampoco los intelectuales y literatos lo conocen, o peor, algunos precisamente por conocerle lo aborrecen. Mejor Cantinflas en la película Un Quijote sin mancha tuvo el acierto de proveer la imagen de un abogado en defensa de la justicia para el gran público.

De ahí que muchos de mis amigos y lectores me hayan cuestionado porqué me opongo a la iniciativa de reforma presidencial para la elección popular de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Parece mentira tener que explicar la trascendencia de la división de poderes efectiva, pero este sexenio nos ha dejado lecciones duraderas sobre el costo de haber abandonado la educación cívica. Es mucho pedir que leamos a Montesquieu, de modo que vamos a pensar el problema en términos propios de situaciones más inmediatas. Un juez por definición debe ser alguien alejado de las pasiones populares para garantizar decisiones imparciales. No es lo mismo tomar decisiones justas que populares. Una determinación popular no necesariamente es una disposición acorde con la justicia más elemental. Si el juez es una figura elegida por la mayoría de la población, es evidente que reflejará o se sentirá obligado a reflejar las preferencias masivas. “¿Y qué hay de malo en ello?” protestarán airados nuestros demagogos. En primer lugar, que, para reflejar las preferencias mayoritarias, ya existen el poder legislativo y el ejecutivo. Dos de los tres poderes son el espacio para la manifestación de la predilección popular. En segunda instancia, a pesar del mito de la izquierda, el pueblo no siempre es sabio. Las grandes mayorías pueden ser presa de violentísimos prejuicios. Piense, si usted es feminista, en que gran parte del pueblo se opone al aborto. O bien, si usted pertenece a una minoría indígena, evalúe la enorme cantidad de componentes racistas en la “cultura popular.” ¿Es usted miembro de una minoría sexual? Imagine someter sus derechos para el ejercicio de la sexualidad libre al arbitrio de las preferencias mayoritarias. Ahora, hagamos un esfuerzo por favor y pensemos en cuestiones que prácticamente todos detestamos como pagar impuestos. Si fuera cuestión de voto popular, nadie pagaría, pero sin impuestos resultaría imposible la sobrevivencia del estado, empezando por la existencia de un aparato judicial que garantice los derechos de las minorías antes aludidas. ¿Escogemos entonces a jueces con preferencias idénticas a las de la mayoría? La izquierda argumenta que en Bolivia eligen a los ministros de la Corte Suprema mediante elección popular. Si usted estima que Bolivia es un referente de justicia a escala mundial o un modelo a seguir, me deja sin comentario posible. Por lo menos tome el ejemplo de Dinamarca, tan socorrido este sexenio, y verá que allá el poder judicial no funciona así.

Durante todo el sexenio escuché a numerosos intelectuales y analistas defender a Arturo Zaldívar, arguyendo que su estilo medroso con el presidente era la mejor garantía de la autonomía del poder judicial. Que él sí era un buen ministro presidente de la Corte en tanto asumía como propias las preferencias expresadas por las mayorías en las urnas. Volvamos a pensar esto a la luz de su incorporación posterior a la campaña presidencial del oficialismo. Reflexione usted sobre todas las decisiones y no decisiones asumidas por Zaldívar al frente de la corte sabiendo que en el fondo su interés era incorporarse a la actividad partidista del grupo en el poder. ¿Garantiza eso los derechos de las minorías políticas? ¿Cómo se vería en otro país más avanzado este paso de la presidencia de la Corte a la campaña presidencial del partido en el gobierno? Se sabe, hoy la izquierda se siente segura en su condición de mayoría electoral. Imagine por un momento que un día la izquierda vuelve a ser minoría, ¿desearía que por voto popular un juez condonara la eliminación de sus derechos políticos? Cuando el punto de partida es la supuesta superioridad moral nada menos que del partido en el poder por su condición mayoritaria, quienes se atreven a disentir viven en peligro permanente. Contra eso, entre otras cosas, marchamos el domingo, aunque no sé si ya es demasiado tarde. El daño está hecho se titula un libro reciente coordinado por Ricardo Becerra. Y pues sí…

@avila_raudel

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